Queridos
hermanos:
A
lo largo de estas semanas del tiempo cuaresmal la Iglesia nos ha ido
amonestando para hagamos una profunda revisión de vida, con el ejercicio
piadoso del ayuno y la abstinencia, la práctica de la limosna y la
intensificación de nuestra vida de oración. Esta llamada a la conversión está
acompañada con las vivas imágenes que extraídas de la Sagrada Escritura y
concretamente del Santo Evangelio, proyectan en nosotros la luz divina y nos
conducen por la senda certera de la santidad. Pero el camino no es liviano, se
incentiva en nosotros el carácter bélico a nivel espiritual que nos refuerza
diariamente ante las mil batallas que tenemos que enfrentar: batallas contra
nosotros mismos (nuestro egoísmo, soberbia, orgullo, interés personal) batallas
contra el mundo en el que vivimos (que sólo hace hincapié en lo terrenal, lo de
aquí abajo, desmemoriándonos de que estamos aquí de paso, que nuestra meta es
el cielo) batallas contra satanás, el acusador, el seductor el príncipe de la
mentira, que con sus trampas nos envuelve para apartarnos de Dios.
Es
ahora tiempo de pensar como hemos librado estos trances, pues las armas estaban
a nuestro alcance pero también la tentación de acomodarnos y dejarnos ganar por
nuestros maliciosos enemigos. Siempre podremos recurrir a nuestras torpes
quejas y mediocres excusas y justificaciones. Pero la liturgia de la Iglesia
despliega ante nosotros una magnífico espejo para que nos contemplemos, y al
vernos reflejados en él sabremos hasta que punto se sostiene nuestra defensa.
Este espejo luminoso es el misterio de Cristo, que se ofrece como víctima
paciente para nuestra redención.
La
epístola a los Hebreos: el apóstol de los gentiles nos introduce en el
Santuario para contemplar a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote que es la mismo
tiempo la Víctima Sagrada que se inmola. Nos hace caer en la cuenta del valor
infinito de su Preciosísima Sangre derramada por nosotros. Todos los
sacrificios rituales de todos los tiempos son figura del sacrificio definitivo
de Nuestro Señor Jesucristo, Él con su muerte en la cruz, los ha superado a
todos, ha declarado que eran insuficientes y que solo el sacrificio puro y de
suavísimo olor que Él ha ofrecido es el único capaz de reconciliarnos con Dios.
En
cada misa Cristo Sacerdote, renueva en el altar de forma incruenta del Santo
Sacrificio de la Cruz, en cada misa se inmola por nosotros, en cada misa nos
abre el tesoro de su costado divino y nos invita a recostarnos cerca de su
Corazón. ¿Cómo nos preparamos para la Santa Misa? ¿Cómo la vivimos? ¿Cómo la
ansiamos? ¿Cómo la aprovechamos? ¿Cómo salimos de ella? Hagamos nuestras las
palabras del apóstol santo Tomás, que
hace dos días nos traía del Evangelio de Lázaro, “vayamos con Él, y muramos con
Él”.
El
Santo Evangelio: Jesús dice a los judíos
y nos dice también a nosotros: El que es de Dios, escucha las palabras de Dios.
El que no las escucha, no es de Dios. y también, el que observare mis palabras,
no morirá eternamente.
Estas
palabras de Jesús nos invitan a una reflexión profunda, y también nos exigen
una toma de posición. Vivimos inmersos en la dictadura del relativismo, que
denunció el papa Benedicto XVI y que está aderezada por la corriente de lo
políticamente correcto. A veces definirse por mantener la exigencia del
evangelio, las enseñanzas de la Iglesia y una mentalidad contracorriente puede
acarrearnos las etiquetas de integristas, fundamentalistas o retrógrados. Pero
no podemos caer en el juego de las etiquetas y de los bandos, nuestra posición
ha de ser con Cristo o contra Cristo, y con todas las consecuencias. Escuchar
sus palabras, es ponernos de su parte, es en definitiva ser de los suyos. Y el
mismo Jesús que tantas veces en el evangelio anuncia el premio que le está
reservado a los que dejándolo todo le han seguido, nos recuerda hoy nuevamente
que observar sus palabras supone no morir para siempre, mas bien lo contrario,
vivir eternamente.
El
furor de los judíos llega al colmo, se acrecienta la tensión, su ceguera les
impide soportar la verdad que Jesús proclama sobre sí mismo y sobre el Padre,
Él existe desde siempre, Él es más que Abrahán…
Concluye
el evangelio con otro intento frustrado de dar muerte a Jesús, pero Jesús sale
del templo y se oculta. Se acerca el momento pero aún no ha llegado la hora.
La
iglesia madre y maestra, en un ejercicio pedagógico, oculta de nuestra vista la
contemplación física del misterio cristiano. Se han cubierto las imágenes de
Nuestro Señor y de los santos, se ha acentuado, incluso con pinceladas
fúnebres, el tono sobrio de los divinos
oficios. Es el momento de adentrarnos, descalzos, en este terreno sagrado de la
amarga pasión de Nuestro Señor no solo con la buena intención de sentir
compasión del siervo sufriente, del justo perseguido, del maestro acorralado;
sino con el propósito firme de que contemplando sus llagas benditas, abiertas
por amor, comprendamos que sus heridas nos han curado.
Unámonos
al canto de la piedad popular, y manifestemos nuestra pequeñez ante la grandeza
de un Dios hecho hombre por amor, que colgado del madero da su vida por
nosotros, por amor:
En
esta tarde, Cristo del Calvario,
vine
a rogarte por mi carne enferma;
pero,
al verte, mis ojos van y vienen
de
mi cuerpo a tu cuerpo con vergüenza.
¿Cómo
quejarme de mis pies cansados,
cuando
veo los tuyos destrozados?
¿Cómo
mostrarte mis manos vacías,
cuando
las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo
explicarte a ti mi soledad,
cuando
en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo
explicarte que no tengo amor,
cuando
tienes rasgado el corazón?
Ahora
ya no me acuerdo de nada,
huyeron
de mi todas mis dolencias.
El
ímpetu del ruego que traía
se
me ahoga en la boca pedigüeña.
Y
sólo pido no pedirte nada.
Estar
aquí junto a tu imagen muerta
e
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa
puerta.