Juan dijo a Jesús: «Maestro,
hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y
tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros». Pero Jesús dijo: «No se
lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que
luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está
por nosotros. Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que
sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa.»
El
Evangelio de San Marcos (Mc 9,38-43.45.47-48) narra la queja a Jesús del
apóstol San Juan, el discípulo amado, ante el hecho de que una persona que no
era del grupo de los doce ni debía ser un discípulo habitual de Jesús se
dedicaba a expulsar demonios en nombre del Señor. Jesús aprovecha esta ocasión
para aleccionar a todos sus discípulos, a nosotros también. No hemos de ocuparnos
ni envidiar el bien que los otros hacen, y hemos de preocuparnos de mal que
nosotros podemos hacer siendo ocasión de escándalo.
La
envidia, pecado capital del que no solemos confesarnos muy habitualmente, es el
pesar, disgusto y tristeza ante el bien del prójimo que consideramos que hiere
o ataca nuestros propios bienes. Como consecuencia, la envidia lleva al gozo
ante el mal o desdicha del prójimo a quien envidiamos.
Fijaos
que el sentimiento de tristeza o disgusto nace de la consideración de que el
bien que el prójimo tiene hiere o afecta negativamente a nuestros propios
bienes. Por eso envidia y soberbia van
unidas. Nos consideramos por encima o más que los otros y nos consideramos con
el derecho de tener unos bienes que no son nuestros.
Y
al hablar de bienes hemos de entender no solo los bienes materiales que una persona posee, sino que desde sus mismas
capacidades físicas o intelectuales, a su misma fama o personalidad, su misma
vida espiritual, todo ello puede ser objeto de la envidia.
El
envidioso es quejicoso: a veces directamente contra Dios ante el que se queja
porque no le ha dado tal o cual cosa o cualidad, otras veces hacia la misma
vida considerándose desdichado y maltratado por la “suerte”, muchas veces
contra el mismo prójimo al que acusa como si le hubiese quitado algo que era suyo.
La
envidia afecta a nuestra inteligencia, es un pecado interior comparado a un
gusano que continuamente carcome nuestra conciencia creando podredumbre y
haciendo perder la paz. La envidia no aprovecha para nada al envidioso, todo es
daño el que le hace. Pero la envidia interior suele exteriorizarse en
aptitudes, palabras y hechos. De la envidia salen las faltas de caridad, la
crítica, la calumnia, el falso testimonio. Recordemos como fue la envidia de
Caín la causa del primer fratricidio. Recordemos como la envidia fue la pérdida
del rey Saúl ante su más fiel servidor David por sus éxitos militares.
La
envidia es un pecado en primer lugar contra Dios nuestro Señor que da a cada
uno todo lo que necesita y le conviene para su salvación. Si algo no tenemos,
es que no lo necesitamos para ser santos. Además faltamos a nuestro deber de
dar gracias a Dios por todo lo que nos da.
La
envidia es un pecado contra el prójimo porque impide el mandamiento del amor
que es desear y hacer el bien a los otros. La caridad –nos dirá san Pablo- no
es envidiosa.
Arranquemos
de nosotros la envidia y empeñémonos en vivir la caridad fraterna.
Dejemos
de ocuparnos de los otros y preocupémonos de nosotros.
“Ay
de quien escandalice, más le valdría que le ataran una rueda de molino al
cuello y lo tiraran al mar” –dice Jesús en esta expresión tan fuerte.
El
escándalo es el mal ejemplo que nosotros damos con nuestras palabras y acciones
a los otros, creando una mala influencia sobre los demás y como cristianos
apartándolos de Dios.
Hemos
de evitar el escándalo. Jesús nos dice: Si tu ojo te hace pecar, sácatelo, si
tu mano te hace pecar, córtala; y si tu pie te hace caer, córtalo. No hemos de
entender literalmente estas palabras porque caeríamos en el pecado de
mutilación contra el quinto mandamiento, sino en el sentido que Jesús las dijo.
Cuando
anuncia su pasión y los apóstoles, concretamente Pedro, quiere apartarlo de
ella; Jesús dice: “el que quiere seguirme que se niegue a sí mismo, que cargue
con su cruz y me siga.”
El
negarse a sí mismo es arrancar y cortar todo aquello que hay en nosotros y nos
aparta de Dios siendo ocasión de escándalo. Pero esto es difícil para el hombre
de nuestro tiempo gobernado por el subjetivismo. “Yo soy así”, “A mí me gusta”,
“Es lo que yo pienso o creo”, “Esto es lo que siento” son expresiones muy
utilizadas hoy y que parecen que dan autoridad para hacer a cada uno lo que se
le antoja dándole un juicio moral positivo. Si yo lo siento, esto está bien. Si
a mí me gusta, esto está bien. Etc.
Renunciar
a nosotros mismo implica someter nuestra voluntad a la voluntad de Dios expresada
en sus mandamientos: "la ley del Señor es perfecta, es remedio para el
alma, toda declaración del Señor es cierta y da al sencillo la sabiduría. Los
mandatos del Señor son rectas y para el corazón son alegría. Los mandamientos
del Señor son claros y son luz para los ojos.”
Es
cumpliendo los mandamientos donde tenemos la seguridad de que caminamos por la
vía de la justicia y evitamos el
escándalo. "Dichoso el hombre (…) que le agrada la Ley del Señor y medita
su Ley de noche y día. Es como árbol plantado junto al río que da fruto a su tiempo
y tiene su follaje siempre verde. Todo lo que él hace le resulta."