COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
JUEVES
DE LA III SEMANA DE CUARESMA
Forma Extraordinaria del
Rito Romano
El Evangelio de este domingo nos
presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro,
que estaba en cama con fiebre, y él, tomándola de la mano, la sanó y la
levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en
la mente y en el espíritu; y «curó a muchos... y expulsó muchos demonios» (Mc
1, 34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de
enfermedades y padecimientos de cualquier tipo constituía, junto con la
predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las
enfermedades son un signo de la acción del Mal en el mundo y en el hombre,
mientras que las curaciones demuestran que el reino de Dios, Dios mismo, está
cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son
un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: «No necesitan
médico los sanos, sino los enfermos» (Mc 2, 17). En aquella ocasión se refería
a los pecadores, que él había venido a llamar y a salvar, pero sigue siendo
cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la que
experimentamos fuertemente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos
de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la
enfermedad puede ser un momento saludable, en el que se puede experimentar la
atención de los demás y prestar atención a los demás. Sin embargo, la
enfermedad es siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil.
Cuando la curación no llega y el sufrimiento se prolonga, podemos quedar como
abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo
debemos reaccionar ante este ataque del Mal? Ciertamente con el tratamiento
apropiado —la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y por ello
estamos agradecidos—, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud
determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios,
en su bondad. Lo repite siempre Jesús a las personas a quienes sana: Tu fe te
ha salvado (cf. Mc 5, 34.36). Incluso frente a la muerte, la fe puede hacer
posible lo que humanamente es imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios.
He aquí la respuesta verdadera que derrota radicalmente al Mal. Así como Jesús
se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que le venía del Padre, así
también nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo
nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han
soportado sufrimientos terribles, porque Dios les daba una profunda serenidad.
Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de
la juventud por un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla recibían de ella
luz y confianza. Pero en la enfermedad todos necesitamos calor humano: para
consolar a una persona enferma, más que las palabras, cuenta la cercanía serena
y sincera..
Benedicto XVI, 5 de febrero de 2012