miércoles, 19 de mayo de 2021

MES DE MAYO A LA VIRGEN MARÍA. Día 20

MES DE MARÍA O MES DE MAYO CONSAGRADO A LA SANTÍSIMA VIRGEN

SEGÚN SE HACÍA EN LA IGLESIA DEL COLEGIO IMPERIAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

DÍA 20

 

Por la señal …

 

ORACIÓN DEDICATORIA

¡Oh, dulce Virgen! De purpúreas flores,

cada día pondré guirnalda hermosa

en tus sienes divinas,

y me serán regalos las espinas,

Pues la que nace de ellas, pura rosa,

tantos alcanza en coronarte honores.

Tú en galardón; lo espero, Madre mía;

mi frente humilde ceñirás un día.

 

Canto

 

ORACIÓN INICIAL PARA TODOS LOS DÍAS

¡Oh Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra!  ¡Oh Paraíso del nuevo Adán sin serpiente! ¡Oh Lirio de los valles, Azucena sin mancha, Flor sin espinas, Rosa Mística! ¡Oh Flor de Jesé, Palma de Cadés, Cedro del Líbano!  ¡Oh Flor de todas las virtudes y Árbol de todas las gracias, cuyo Dulcísimo fruto es Nuestro Señor Jesucristo! Siempre te amamos, siempre te invocamos, pero especialmente en este mes de las flores que dedicamos a tu Amor.  Haz que en nuestras almas florezcan todas las virtudes y fructifique Nuestro Señor Jesucristo, en gracia y santidad.  Y pues eres fuente sellada y pura, no permitas que se sequen jamás en nuestras almas la flor de tu devoción y el fruto del Amor a Jesucristo, tu Hijo. Amén.

 

MEDITACIÓN

DÍA VEINTE

De los que dilatan su conversión.

 

Dime, pecador: ¿sientes dentro de ti deseos de convertirte? ¿Quisieras de veras volverte a Dios? No puedes negarlo. ¿Pero cuándo ha de ser? ¿Hoy mismo? Tan pronto, no. Ahora estoy comprometido; tengo a mi cargo cierto negocio; temo lo que dirán las gentes; no puedo vencer esta costumbre; me arrastra esta pasión; hallo muchas dificultades; después lo haré, ¿Cuándo? Cuando se allane aquel obstáculo, cuando cese la pasión; cuando pase la mocedad, o el año que viene si hago ejercicios, o por Cuaresma. ¡Ah, cuánto tiempo hace que dices lo mismo, y hasta ahora no has hecho nada, por tu desgracia! Lo dilatas para después. ¿Y sabes, por ventura, si Dios te querrá esperar? ¿Y con tal incertidumbre arriesgas importante negocio de la salvación? Es que   Dios me ha esperado hasta aquí. Pues por la misma razón hay motivo para temer que ya no te aguarde más, cansado de tanta ingratitud, de tantas promesas no cumplidas, y de tan criminal abuso de su misericordia.  ¡Pero es tan bueno! Bastante tiempo lo ha sido contigo; ¿quién sabe si llegado ya el día de mostrar contra ti su rigor y justicia? Además, ¿porque es bueno has de seguir ofendiéndole?  Está sería la más vil ingratitud.

Casi todos los cristianos que hay en el infierno dilataron como tú su conversión y cayeron allí con sus buenos deseos. No hay ninguno tan necio que diga: «No quiero convertirme» Pero hay pocos que digan con resolución: «Quiero convertirme en este mismo instante» Lo van dejando de un día para otro, llega la muerte, y aun entonces lo difieren; porque no piensan morir de aquella enfermedad, en aquel día, en aquella hora. Ved, pues, si lo que no se hizo en toda la vida se hará en aquellos últimos momentos en que Dios, de ordinario, burla de los que de Él se burlaron. Piénsalo bien; mira que importa mucho. Si no te conviertes desde luego, es muy de temer que nunca lo harás.

 

EJEMPLO

Si aun los que con tiempo han procurado enmendarse tiemblan a la hora de la muerte, ¿qué será de aquellos que dejan la conversión para cuando llegue trance tan peligroso? Hubo un hombre, llamado Jacobo[1], tan solícito de sus intereses temporales como remiso y descuidado en el negocio de la salvación. Lo peor era que la avaricia juntaba los demás vicios que suelen acompañarla. Sólo tenía una buena cualidad, y era ser devoto de la Virgen, rezándola, entre otras devociones, su santo Rosario todos los días. Entrando, pues, en uno de ellos con este fin en su oratorio, oyó una voz que le decía: «Jacobo, pues que tú tomas cuentas a tus domésticos tan menudamente, dámelas ahora a mí y a mi Hijo. No hizo gran caso de estas palabras, como sucede a todo el que anda dado a los vicios. Sin embargo, habiendo renovado el aviso la piadosa Madre, él entró dentro de sí y conoció que iba mal, examinó detenidamente su conciencia, y hallándose  muy alcanzado en deudas con Dios, mudó de conducta y arregló su vida con tal rectitud, que el que primero despreciaba como bagatelas aún los pecados gravísimos; andaba recatado después pensando con atención aun las cosas más mínimas, y teniendo siempre en la memoria aquella amenaza del Señor: «Yo he de  juzgar hasta las mismas justicias» Con tal disposición y tenor de vida caminó de allí en adelante hasta la última hora, y entonces, cercano ya a la cuenta, vio que se presentaban ante el tribunal divino muchos demonios, acusándole de todos los pecados graves que había cometido en su vida, y pidiendo con gran instancia la entrega del reo como cosa suya. El afligido moribundo temblaba viendo el peligro en que estaba su salvación; pero en esto aparece la Madre de la misericordia, y manda el arcángel San Miguel que ponga en un lado del peso las obras que aquel hombre había hecho en honor suyo, y en otro lado los pecados de la vida pasada, confesados ya. Hízolo así el arcángel, y por fortuna se inclinó la balanza al lado de las buenas obras; huyeron los demonios, fue absuelto el reo, y le llevó al cielo consigo la amorosísima Virgen.

 

OBSEQUIO

Si ahora tienes algún pecado mortal, corre al instante a confesarte, y si te parece que estás en gracia de Dios, examina cuál es el principal obstáculo que te impide darte del todo a él y haz por superarle generosamente sin dilación alguna.

 

JACULATORIA

Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía.

 

 

PARA FINALIZAR

3 avemarías

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado. Animado por esta confianza, a Vos acudo, Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante Vos. Madre de Dios, no desechéis mis súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.


[1] Auirem., t. II, pág. 317.