sábado, 29 de mayo de 2021

LA CONSAGRACIÓN ES DARSE POR AMOR. Profundizando en nuestra Consagración

Cuarta Meditación para profundizar en nuestra consagración a la Virgen

tomada de libro

Fundamentos y Práctica de la Vida Mariana

por el  Padre Jose María Hupperts, de la Sociedad Mariana Montfortiana
en el año mariano de 1953-1954

 

            Tres son las cualidades requeridas para la esencia misma de nuestra perfecta Consagración a Jesús por María: que sea total, que sea definitiva, y que sea hecha por amor puro y perfecto a Dios y a su santísima Madre.

            Ahora nos toca examinar esta última cualidad.

 

Desinterés de la esclavitud de amor  hacia Nuestra Señora

 

            Nuestro Padre nos señala ya el «desinterés» como una de las cualidades de la verdadera Devoción a la Santísima Virgen en general: «Un verdadero devoto de María no sirve a esta augusta Reina por espíritu de lucro o de interés, ni para su bien temporal ni eterno, corporal ni espiritual, sino únicamente porque Ella merece ser servida, y Dios solo en Ella; no ama a María precisamente porque lo beneficia, o porque esto espera de Ella, sino porque Ella es amable».           

Y cuando Montfort expone en detalle el Acto de Consagración, se expresa del siguiente modo: [Hay que dar todo a Nuestra Señora] «sin pretender ni esperar ninguna otra recompensa por nuestra ofrenda y nuestro servicio, que el honor de pertenecer a Jesucristo por Ella y en Ella, aunque esta amable Señora no fuese, como siem­pre lo es, la más liberal y la más agradecida de las criaturas».           

Y al hablar de la última de las prácticas interiores de la perfecta Devoción a María, que son en suma nuestra Consagración puesta en práctica, nos advierte: «No debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar por Ella unido a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad».

            Para comprender todo esto debemos recordar algunos puntos de la doctrina católica sobre este tema, que no deja de ser difícil.

            Debemos amar a Dios con caridad perfecta, es decir, amarlo por Sí mismo y por encima de todos los seres. Este es el acto de la virtud teologal más elevada y preciosa.

            Con esta virtud teologal podemos y debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y en primer lugar a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre de las almas.

            El amor a la Santísima Virgen es, pues, un acto de la más perfecta de las virtudes teologales, pues la amamos en Dios y por Dios.

            La caridad no es perfecta si se la practica directamente a causa de las ventajas o de los beneficios, incluso espirituales y sobrenaturales, que hemos recibido o esperamos recibir de Dios y de su divina Madre.

No es que sea condenable o no sea bueno desear o buscar nuestra perfección y nuestra felicidad personal, con todo lo que a ella se refiere y todo lo que a ella conduce. Al contrario, tenemos el deber de hacerlo.

            Pero no es eso precisamente la caridad: todo eso tiene que ver más bien con la virtud de esperanza.

            El deseo y la prosecución de nuestra esperanza y de nuestra felicidad no son plenamente perfectos sino cuando son asumidos, informados y sobreelevados por la caridad. Lo cual se hace, por ejemplo, del siguiente modo: «Deseo y espero la santidad y la felicidad, y todo lo que es necesario y útil para alcanzarla. Todo eso lo deseo, ante todo, porque en la perfección y en la bienaventuranza consiste precisamente la unión de mi alma con Dios y con María, a la que aspira esencialmente la divina caridad; porque de esta manera puedo glorificar más perfectamente a Dios y a su santísima Madre».

            De este modo cada acto de esperanza y cada aspiración a nuestra perfección personal, y todo lo que de cerca o de lejos nos conduzca a ella, se convierte en un acto de puro amor a Dios y a la Santísima Virgen.

            La Iglesia nos enseña que no nos es posible establecernos en un estado habitual de permanente caridad «pura», de modo que la consideración de la recompensa o del castigo no tenga ya parte alguna en la vida de un alma.

            Por otra parte, es perfectamente conforme al espíritu de la Iglesia que nos ejercitemos en producir actos de caridad perfecta y pura para con Dios y la Santísima Virgen; que nos ejerzamos en hacer las propias acciones por la gloria del Altísimo y de Nuestra Señora, sin pensar explícitamente en las ventajas, incluso sobrenaturales, que pueden resultarnos de estos actos; y cuando este pensamiento de los provechos personales se presente a nuestro espíritu, captarlo y arrastrarlo en la corriente más rica de la caridad perfecta: «Dios mío, mi buena Madre, deseo y acepto todos estos progresos y ventajas personales, sobre todo para poder servirte y glorificarte más perfectamente con ellos, y estarte unido más íntimamente».

 

Consagración perfecta y caridad perfecta

 

            No se puede dudar de que nuestra Consagración total es uno de los actos más ricos de caridad perfecta hacia Dios y Nuestra Señora.

            Santo Tomás observa muy justamente: «El motivo que nos empuja a dar gratuitamente es el amor; pues damos algo a alguien gratuitamente porque queremos un bien para él. — [Esta es justamente la definición del amor: «velle bonum», querer el bien]. — La primera cosa, pues, que le damos, es el amor: y así el amor es el primer don, gracias al cual se dan todos los demás dones gratuitos».           

La donación gratuita procede, pues, del amor, y no puede proceder sino de un amor verdadero y desinteresado.

            Ahora bien, por nuestra perfecta Consagración, hacemos la donación más completa y desinteresada de todo cuanto somos y de todo cuanto tenemos.

            Por lo tanto, es absolutamente evidente que esta donación es una de las manifestaciones más elevadas del amor perfecto a Dios y a su santísima Madre: «Amar perfectamente es darse, es entregarse… El amor, cuando es perfecto, entrega completamente el amante al amado. Es el acto distintivo y exclusivo del amor, ya que sólo él lo puede producir; es también su acto capital y decisivo: no puede producir otro mayor».

            Retengamos, pues, las conclusiones siguientes:

            1º Nuestra perfecta Consagración es un acto elevadísimo de caridad perfecta hacia Dios y nuestra divina Madre.

            2º Cada renovación de nuestra Consagración significa igualmente un acto de perfecto y puro amor a Ellos.

            3º Cada ejercicio de la vida mariana, realizado en este espíritu, reviste el valor de un acto de caridad perfecta.

            Este pensamiento contribuirá no poco a hacernos estimar en su justo valor nuestra magnífica Devoción, y a hacérnosla practicar y vivir fielmente.

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            Una pregunta se plantea ahora: ¿cómo conciliar esta doctrina con las promesas que San Luis María de Montfort vincula a la práctica fiel de la perfecta Devoción, promesas que él mismo asigna como motivos de esta práctica?

            En efecto, Montfort consagra decenas de páginas de su querido Tratado a describir los «efectos maravillosos que esta devoción produce en las almas fieles». Y los motivos por los cuales nos incita a esta práctica fiel pueden ser reducidos, en gran parte, a las ventajas espirituales que nos procura. Es particularmente conocida esta afirmación típica de nuestro Padre en el 8º motivo: «La divina María, siendo la más honrada y la más liberal de todas las criaturas, nunca se deja vencer en amor y en liberalidad; y por un huevo, dice un santo varón, da Ella un buey: es decir, por poco que se le dé, da Ella mucho de lo que ha recibido de Dios».  

Las relaciones entre el deseo, la búsqueda de la recompensa y el puro amor de Dios, son una cuestión sutil, sobre la cual raramente se encuentra, incluso en los escritores espirituales y en los teólogos, una exposición clara, completa y satisfactoria.

            No es este el lugar para extendernos en consideraciones teológicas profundas sobre este tema. Daremos solamente lo que nuestros lectores pueden comprender y deben saber sobre este punto.

            El más perfecto y puro amor de Dios no excluye de ningún modo el amor bien comprendido de sí mismo; al contrario, debemos amarnos a nosotros mismos con caridad sobrenatural, en Dios y por Dios, y por lo tanto, desear nuestra propia felicidad y apuntar a nues­tra perfección. Esta intención o tendencia a nuestro perfeccionamien­to personal, puede ser una manifestación de la más perfecta y pura caridad para con Dios. Igualmente, apuntar a la unión con Dios y a todo lo que esta unión supone o comporta, es una necesidad imperiosa, y por ende una manifestación auténtica, de nuestra caridad divina.

            Así, pues, de la práctica de la santa esclavitud podemos esperar muy legítimamente libertad interior, liberación de los escrúpulos, desarrollo magnífico de nuestra vida divina, adelantamiento hacia Dios por un camino corto, seguro y fácil: todo eso es unión con Dios y con María, o medio para llegar a ella; de donde resulta que esta espera, este deseo, esta esperanza, no es en resumen más que un acto de verdadera caridad para con Dios y para con su santísima Madre.

            Nuestra caridad perfecta para con Dios y su santísima Madre no excluye, por lo tanto, el deseo y la esperanza de la recompensa: este deseo, esta esperanza, son asumidos y arrastrados en la corriente más rica y preciosa de la caridad. Nuestra santidad y nuestra bienaventuranza, por otra parte, son la mejor glorificación de Dios y de su divina Madre.

            Todo esto se encuentra compendiado en la palabra de Montfort cuando escribe: [No hay que] «pretender ni esperar ninguna otra recompensa por nuestra ofrenda y nuestro servicio, que el honor de pertenecer a Jesucristo por Ella y en Ella». Y en otra parte: «No debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar por Ella unido a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad».

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            Por ahí mismo cae otra objeción, que a veces hemos oído plantear contra esta Devoción perfecta a María: «Este amor puro que pide la verdadera Devoción es muy difícil de practicar. Sólo las almas selectas son llamadas a esta práctica».

            Es tal vez muy frecuente exagerar en demasía la dificultad de practicar la pura caridad para con Dios. Y se olvida que el amor perfecto a Dios, el amor que Dios tiene por Sí mismo, al menos en su grado inferior, esto es, hasta excluir el pecado mortal, no es de consejo, sino estrictamente obligatorio para todos los hombres bajo pena de pecado grave. Por lo tanto, ha de ser posible y accesible a todos. Y si no estamos estrictamente obligados a practicar la caridad perfecta en sus grados superiores, no por eso dejamos todos de ser llamados e invitados a ellos.

            Por eso no hay que exagerar tampoco la dificultad del amor desinteresado y perfecto a María.

            La caridad que aquí se requiere no es un amor sensible o sentido, el amor de las facultades sensitivas en nosotros; sino que se trata del amor razonado o razonable, el amor de voluntad, que es el verdadero amor humano. Quienquiera reflexiona en las grandezas, en la belleza, en la santidad y en la bondad de la Santísima Virgen puede, con la ayuda de la gracia que nunca le falta, amar a María por Sí misma y en Sí misma, o más bien por Dios y en Dios, y no por su propio provecho, y consiguientemente darse a Ella y servirla por el mismo motivo elevado.

            Todos los hombres son llamados al amor puro de Dios y al servicio perfecto de María. Si muy pocos hombres contestan plenamente a este llamamiento, eso no cambia nada al llamamiento mismo. Eso muestra solamente nuestra falta de generosidad, nuestra cobardía para olvidarnos y renunciarnos a nosotros mismos; pues este olvido y renuncia son necesarios para llegar al servicio perfecto de Dios y de su dulcísima Madre.

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            Decíamos más arriba que saber que nuestra verdadera Devoción es la expresión elevadísima del más puro amor, debiera darnos una gran estima por nuestra vida mariana.

            La estima no basta.

            En la Edad Media se buscó con pasión la llamada «piedra filosofal», que debía permitir transformar en oro los metales más viles.

            El puro amor de Dios y de María, cuando nuestra vida queda impregnada de él, es esta verdadera piedra filosofal, que transforma nuestras acciones más ordinarias en el oro más precioso.

            Seamos dichosos de haber encontrado este tesoro, y usémoslo sin cesar.

            Introduzcamos frecuentemente en nuestra vida este pensamiento, de manera neta, formal y explícita: ¡Todo por amor a Dios y a su santísima Madre!

            Hagámoslo por medio de una breve fórmula verbal, o mejor aún, por un acto puramente espiritual e interior; pero digamos y repitamos en cada ocupación que comenzamos, en cada oración que elevamos, en cada cruz que recibimos:

            ¡Dios mío, te amo: por amor me entrego a Ti por María!

            ¡Mi dulce Madre, por puro amor quiero pertenecerte enteramente y para siempre!

            ¡Todo por amor a Ti, Jesús, y por amor a tu venerada Madre!

            ¡Todo por amor a Jesús y a María!