sábado, 22 de mayo de 2021

LA CONSAGRACIÓN ES “DARSE PARA SIEMPRE…”

 

LA CONSAGRACIÓN ES “DARSE PARA SIEMPRE…”

 

Tercera Meditación para profundizar en nuestra consagración a la Virgen

tomada de libro “Fundamentos y Práctica de la Vida Mariana”

por el  Padre Jose María Hupperts, de la Sociedad Mariana Montfortiana en el año mariano de 1953-1954

 

La consagración es “darse para siempre…

            Muchas veces nos han preguntado: ¿No puedo hacer mi consagración por algún tiempo, por un mes, por un año? ¿No puedo hacer un intento antes de comprometerme de manera definitiva?

            Por supuesto, nada nos impide entregarnos a la Santísima Virgen a modo de prueba. Ni podemos censurar tampoco a los directores que piden a sus penitentes que se ejerzan en la práctica interior de la verdadera Devoción, antes de permitir un compromiso definitivo.

            Pero se ha de saber, en todo caso, que con una consagración temporal no se es aún verdaderamente esclavo de Jesús en María.

            Los textos de Montfort no pueden ser más claros: «Se le debe dar… todo lo que tenemos… y todo lo que podamos tener en lo por venir en el orden de la naturaleza, de la gracia o de la gloria…, y esto por toda la eternidad. Y una de las diferencias esenciales entre el servidor y el esclavo es precisamente que «el servidor no está sino por un tiempo al servicio de su señor, y el esclavo lo está para siempre».

            Nuestro mismo Acto de Consagración no nos deja ninguna duda: «Dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece… en el tiempo y en la eternidad».

            ¡Es tan natural, cuando se quiere amar con perfección a Nuestra Señora, darse a Ella para siempre!

            No darse para siempre es, a las claras, no darse por entero.

            El amor, un gran amor, apunta directamente a esta donación definitiva, aspira a una unión durable e indisoluble. Para el afecto humano, el «siempre» con que sueña es a veces de muy corta duración. Nuestro amor a Dios, a la santísima Madre de Dios, toma este «siem­pre» en serio, a la letra. Nos damos por toda la eternidad.

            Además, para la santificación de nuestra alma, este elemento de continuidad y de estabilidad es de grandísimo valor. Es uno de los motivos por los cuales los religiosos hacen votos perpetuos, y se comprometen para siempre a tender a la perfección, a la santidad. Por la santa esclavitud, el alma se siente fijada en Dios, en la Santísima Virgen. Es una garantía contra la inconstancia, la inestabilidad, la ligereza, que tanto mal hacen al alma.

«

            ¡Madre, somos tuyos para siempre!

            Nos es muy provechoso recordarnos y profundizar esta palabra, esta verdad.

            Para siempre…

            Para toda nuestra vida en este mundo.

            Tuyos son, María, los días tranquilos y soleados de nuestra primavera, las riquezas y los esplendores, la energía y la vitalidad de nuestro verano, pero también los días que vengan luego, que vienen ya, de actividad reducida, de follaje que cae y de luz que declina…

            Tuyos somos, Madre, en las horas fugitivas de alegría y de entusiasmo, y también en las horas de tristeza y de prueba, de tedio y de disgusto, de duda y de angustia, que a tu Hijo y a tu Dios le plazca enviarnos.

            Tuyos somos, Madre, en las horas tan dulces de la oración consolada y del inefable arrebato de la unión divina experimentada; pero también somos tuyos —no lo olvides— cuando la tentación nos acecha, la seducción nos invade y la tempestad estalla; tuyos, Madre, cuando la debilidad humana prevalece y está a punto de entrar el desaliento…

            Tuyos somos cuando la salud robusta alimente en nosotros la llama de la vitalidad y de la energía; tuyos también, cuando nuestras fuerzas declinen, cuando la enfermedad nos ataque; tuyos en nuestra última enfermedad, en nuestras luchas supremas, en la agonía, en la muerte

            ¡Es tan consolador, Madre divina, saber que rodeas el lecho de muerte de tus hijos y esclavos de amor con toda clase de precauciones, con mil atenciones maternas, que son otros tantos signos de que estás y permaneces con ellos! ¡Qué consoladora es la seguridad que nos da tu gran Apóstol, de que «asistes ordinariamente a la muerte dulce y tranquila de tus esclavos, para conducirlos Tú misma a los júbilos de la eternidad» [21]! ¡Es tan conmovedor saber que a veces incluso te muestras de manera visible a los más fieles de tus hijos en esos momentos temibles…! Todo eso muestra que, por nuestra consagración, somos tuyos en la vida y en la muerte, y que tienes mucho cuidado de no olvidarlo en esta hora decisiva y suprema. Confiamos, oh Bendita, en que, porque somos tuyos, nos conducirás por tu mano, o mejor dicho, nos llevarás en tu corazón, a través del temible túnel de la muerte, hacia la morada bendita de la Luz.

            Para siempre, sí: en la muerte y más allá de la muerte.

            Cuando, por la purificación suprema, estemos encerrados en las ardientes prisiones del Purgatorio, seremos tuyos, porque nos hemos dado a Ti para siempre. En cada suspiro de dolor arrancado a nuestra alma, volveremos a repetir: «Salve, Regina, Mater misericordiæ: Dios te salve, a Ti, que eres mi Reina en medio de estas llamas purificadoras, como lo fuiste en otro tiempo en medio de las lágrimas del exilio; pero también mi Madre de misericordia, de la que espero todo alivio y toda liberación».

            Para siempre…

            ¡Madre, nuestro cielo es tuyo! Nuestra corona de gloria y nuestra palma de inmortalidad la echaremos a los pies de tu trono. Nuestro corazón no puede contenerse de gozo al pensamiento de que, como consecuencia de nuestra donación, hecha en la tierra en un día inolvidable, toda nuestra eternidad será tuya. Piensa, oh María, en esta serie interminable de siglos de gloria y de felicidad, o más bien en este eterno ahora, este interminable e inmutable instante que abarcará todos los siglos, todos los millones de siglos…

            ¡Madre, qué contentos estamos de ofrecerte un regalo tan hermoso! Porque es un magnífico regalo el que, en un instante único, en un solo grito de amor, reunamos toda nuestra vida, todo nuestro pasado con los méritos que nos quedan, todo nuestro presente, y también todo nuestro futuro en la tierra, en el purgatorio y en el cielo; que recojamos y condensemos todo eso en un instante único, en un acto espléndido, para echarlo a tus pies; no, para encerrarlo en tu Corazón materno. ¡Eso es, Montfort tenía mucha razón de decirlo, amaros «de la mejor manera»!

«

            ¡Ojalá nuestro «para siempre» no sea una fórmula vana, una mentira miserable!

            Hay algunos —pocos, a Dios gracias— que retoman la palabra dada, violan un pacto sagrado, renuncian a su esclavitud. A estos los compadecemos. Son para nosotros, tanto ellos como quienes los dirigen, un verdadero enigma.

            Por nuestra parte, no hemos retractado formalmente nuestra donación. No hemos roto del todo los lazos que nos ataban a Ella. Pero por nuestras infidelidades pequeñas y grandes hemos retomado lo ya dado, hemos regateado, hemos partido nuestro «para siempre», hemos disminuido el valor de nuestra donación.

            A Jesús y a María les pedimos perdón por estos hurtos, les ofrecemos una retractación por estos robos, y les suplicamos humildemente nos concedan la fortaleza necesaria para una mayor fidelidad.

            Les prometemos no volver a arrebatarles voluntariamente un so­lo instante por el pecado, por muy «venial» que sea; les prometemos guardar intacta, de ahora en adelante, nuestra magnífica donación, cuanto a su extensión y cuanto a su duración; les prometemos acordarnos frecuentemente de vivir sin cesar nuestra donación ¡«para siempre»!