lunes, 13 de agosto de 2018

¿QUIÉN ES ESE SAMARITANO? Homilía



XII Domingo después de Pentecostés 2018 - homilía
La parábola del Evangelio de hoy nos hace preguntarnos quién es ese buen samaritano:
¿Quién ese samaritano que ante el hombre herido al borde del camino se movió a compasión, se acercó, vendó las heridas  y echó en ellas aceite y vino?  ¿Quién ese samaritano que ante el hombre herido lo monta, lo lleva a una venta y le cuida, entregando al posadero dos denarios para atenderlo?  ¿Quién ese samaritano que, a pesar de que tiene que continuar su viaje deja su cuenta de débito abierta ante el posadero para que nade la falta al pobre hombre herido?

Sin duda alguna, a lo largo de la historia de la humanidad, ha habido hombres y mujeres de una y otra condición, raza, religión, que con gran corazón se han preocupado por la suerte de sus prójimos, llevando a cabo obras grandes de beneficencia… Pero no sería justo dejar de afirmar, y esto no es soberbia, sino reconocer con humildad la verdad: que la Iglesia a lo largo de sus 2000 años de historia es la más grande benefactora de la humanidad.

¿Quién se ha preocupado siempre de los pobres, de los necesitados, indigentes, excluidos?
¿Quién ha entregado vidas en el servicio de los necesitados?
¿Quién ha dedicado legiones de hombres y mujeres a la enseñanza y a la atención del prójimo en las diversas necesidades?
¿Quién ha sido la primera en abrir escuelas, hospitales, casas de acogida, comedores sociales, casas de formación? 
Con la misma licencia del Apóstol San Pablo en la carta a los corintios: “Puesto que muchos se glorían de títulos humanos, también yo voy a gloriarme”; permitidme que disparate un poco:
Solamente en España, en el año 2016,  casi 5 millones de personas en situación de dificultad que fueron atendidas en sus más de 9.000 centros sociales. Entre ellas, más de 160.000 inmigrantes recibieron asistencia, más de 18.000 drogodependientes fueron atendidos y se prestó ayuda en 78 centros para la mujer y víctimas de la violencia. Hay más 13.000 misioneros españoles que se encuentran en el extranjero y más de 100.000 catequistas, entregados a la evangelización y a la promoción de las regiones del mundo más desfavorecidas.
Son números, pero sumemos toda la acción diaria no registrada de atención y ayuda en cada una de nuestras parroquias y por parte de cada bautizado, miembros también de la Iglesia.
¿Alguien duda que la Iglesia ha sido, es y seguirá siendo la mayor benefactora de la sociedad?
Permitidme seguir disparatando, aunque sean datos del año 2011: en el campo de la educación la Iglesia en el mundo administra 71.482 escuelas infantiles frecuentadas por 6.720.545 alumnos; 94.411 escuelas primarias con 31.939.415 alumnos; 43.777 institutos secundarios con 18.952.976 alumnos. Además sigue a 2.494.111 alumnos de las escuelas superiores y a 3.039.684 estudiantes universitarios.
En el campo de la beneficencia y asistencia la Iglesia administra: 5.435 hospitales, 17.524 dispensarios, 567 leproserías, 15.784 casas para ancianos, enfermos crónicos y minusválidos, 10.534 orfanatos, 11.592 guarderías, 15.008 consultorios para ayuda al matrimonio y a la familia y 40.671 centros de educación o reeducación social.

Los datos son impresionantes. Si la Iglesia dejase por un momento de realizar su actividad social y caritativa, que emana del mismo evangelio, crearíamos un paroxismo en la sociedad y en los Estados. No habría forma de dar atención a todas estar personas. Me comentaba un religioso hace unas semanas con motivo de la llegada de los emigrantes a Valencia que en la reunión que el ayuntamiento convocó para dar acogida a esas personas todos los que allí estaban eran religiosos o representaban alguna obra social de la Iglesia.
Queridos hermanos: Creo que de nosotros debe brotar el agradecimiento a Dios nuestro Señor por habernos llamado a su Iglesia y un santo orgullo de ser católicos, hijos de la Iglesia. No tenemos nada de qué avergonzarnos (bueno, sí, vergüenza de nuestros pecados); pero gracias a Dios podemos presumir de mucho.

Pero no quería desviarme de la pregunta: ¿Quién es ese samaritano?
Cuando Jesús pronuncia la parábola, quiere responder a la cuestión de judía de quién es mi prójimo. Una cuestión complicada para el judío, porque si hacia los de la propia raza había esta caridad de considerarlo hermano, no era así los sentimientos hacia los miembros de los pueblos vecinos y a los extranjeros, que eran paganos y  debido a la historia del mismo pueblo de Israel habían estado en continuas guerras y conflictos. ¿Cómo amar al infiel? ¿Cómo amar al idolatra? ¿Cómo amar a aquellos que nos someten, se aprovechan y maltratan a nuestro pueblo? ¿Cómo pueden ser estos mis prójimos?
Una pregunta que como cristianos hemos de hacernos: ¿Cómo puedo amar a aquellos que no comparten mi fe ni mi forma de vida? ¿Cómo amar a los que están lejos? ¿Cómo amar al mendigo de calle o la vecina cotilla o vengativa? ¿Cómo amar hasta perdonar a quienes me han ofendido o me han hecho daño de un modo o de otro? ¿Cómo puedo amar a aquel que me cae antipático? ¿Cómo amar a aquel que me ha maltratado, que ha abusado de mí, que se ha reído o mofado? ¿Cómo amar a quien me odia, me calumnia, me persigue o me hace la vida imposible?
La actividad social y caritativa de la Iglesia, como la caridad que cada cristiano estamos llamados a vivir, nace y se alimenta en el amor de Dios que ha sido derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo. El amor al prójimo no es fruto de un mero voluntarismo o sentimiento filantrópico, sino que se brota del mismo hecho del amor de Dios.
La parábola del buen samaritano no dejar de ser una exposición de la actitud de Dios para con el hombre. ¿Quién es ese samaritano que se mueve a compasión? Sino Dios, que tras vernos caídos al borde del camino, desposeídos de nuestra dignidad y heridos por el pecado original, se detiene y se acerca para curarnos y devolvernos nuestra dignidad.
¿Quién es ese samaritano sino Jesucristo, Hijo de Dios, que se acercó a nosotros por la encarnación,  habitando entre nosotros, pasando por este mundo haciendo el bien?
¿Quién es ese samaritano sino Jesucristo, Hijo de Dios, que se acerca a nosotros hoy a través de su Iglesia, de los sacramentos, muy particularmente de la Penitencia para perdonar nuestros pecados y la Eucaristía para alimentarnos?
¿Quién es ese samaritano sino Jesucristo, Hijo de Dios, que venda nuestras heridas y derrama el bálsamo de aceite y vino que son su gracia, sus dones, sus consuelos?
¿Quién es ese samaritano sino Jesucristo, Hijo de Dios, que nos ha subido a su cabalgadura dándonos la condición de hijos de Dios y no ha llevado al mesón de Iglesia donde estamos en nuestra casa por es la casa de Dios nuestro Padre?
¿Quién es ese samaritano sino Jesucristo, Hijo de Dios, que nos encomienda al mesonero imagen de los pastores de la Iglesia que tiene la misión y la responsabilidad de atendernos y de hacer que nada nos falte para tener vida eterna?
Queridos hermanos que hermoso y grande, que aliento y esperanza nos infunde saber que Jesucristo es nuestro buen samaritano.
Y es en esta verdad, donde se fundamenta, nuestra caridad hacia el prójimo: ¿Cómo no amar a los otros si Jesucristo me ama a mí? ¿Cómo no moverme a compasión si Cristo se ha compadecido de mí? ¿Cómo no bajarme de mi cabalgadura y acercarme al prójimo herido que está a mi lado? ¿Cómo no vendar las heridas de los que sufren, de los que lloran, de los que están solos o pasan necesidad si Cristo ha vendado mis heridas? ¿Cómo no derramar el óleo y el vino del consuelo sobre los demás si Cristo me consuela a mí? ¿Cómo no hacer míos los problemas y dificultades de los demás si Cristo me ha subido a mí a su cabalgadura?
Es en la experiencia del amor y la misericordia de Dios para con cada uno de nosotros donde aprendemos a amar a nuestro prójimo, incluso perdonando y amando a los enemigos.
Parece imposible cumplir con esta exigencia, pero cuando nos dejamos guiar por el Espíritu Santo y nuestro único modelo es Jesucristo, es posible amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en intercesión. Así lo han hecho los santos y así hemos de hacerlo nosotros.
Puede surgir rápidamente en nosotros la pregunta, como lo hizo san Pedro, si mi hermano me ofende cuantas veces he de perdonarle o de otra manera donde está el límite de la caridad. ¿Hasta dónde tengo que amar? Entonces hemos de recordar que el único límite de la caridad es no tener límites, o sí, el único límite es Dios y su amor infinito que no tiene límites.
Queridos hermanos: meditemos en estas verdades y sobre todo pidamos la gracia de poder vivirlas para que inflamados en las llamas de amor del Corazón de Jesucristo seamos para el mundo testimonio verdadero de caridad. Ojalá renovemos en nosotros la caridad y –como en los primeros siglos- quien entrase en esta iglesia y nos viese quedase sorprendidos y exclamasen: “Mirad como se aman de verdad.”
Así lo pedimos. Que así sea.