domingo, 31 de agosto de 2025

¿QUIEN ES MI PRÓJIMO? Fray Justo Pérez de Urbel

 


XII DOMINGO D PENTECOSTÉS

¿QUIEN ES MI PRÓJIMO?

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Los antiguos nos dijeron que San Lucas era pintor; y, ciertamente, su pluma es un pincel maravilloso. Al escuchar el pasaje de su Evangelio que la Liturgia ofrece a nuestra consideración en este domingo, nos parece ver uno de esos cuadros, llenos de sano realismo, en que palpita la vida, y la naturaleza se mueve, y los personajes hablan y obran con toda verdad y naturalidad. Es una obra maestra de simplicidad y de verismo riguroso.

Jesús se dirige a Jerusalén para asistir a la fiesta de los Tabernáculos. De cuando en cuando se detiene, se sienta en la linde y habla. Así hace ahora. Habla del reino del amor, del espíritu nuevo que quiere aclimatar en la tierra, de la más alta moral, de la doctrina más perfecta. Está contento con la noticia del fructuoso apostolado de los setenta y dos discípulos, invita a todos los cansados a buscar alivio en su corazón, y exclama en un momento de alegría incontenible:  “Dichosos los ojos que vieron lo que veis vosotros!" De pronto, una sombra, un escriba. Los escribas se cruzan constantemente en su camino. Salta la pregunta capciosa: "Maestro; ¿qué haré para conseguir la vida eterna?" El legista pisaba terreno firme. ¿Hay cosa más digna de elogio que esta cuestión, que debiera brotar constantemente del fondo de nuestro ser? Pero el doctor espera enredar al hijo del carpintero, que dogmatiza por los caminos sin haberse dignado escuchar al grande Hillel o a alguno de sus discípulos.

El interrogado pregunta a su vez. Así solía deshacer Jesús los lazos que le tendían. "¿Qué es lo que dice la ley ?" El escriba no tuvo más que recoger los dos preceptos de la vida cristiana que Moisés había revelado a los israelitas. Lo hizo como quien conoce su cartilla, y mereció las felicitaciones de Jesús. Pero se sentía humillado. Necesitaba justificar su actitud delante del público, hacienda ver que la intervención del Rabí galileo dejaba la cuestión , en el mismo estado que antes. Amar al prójimo, cierto; eso lo sabíamos todos. Pero, ¿quién es mi prójimo?

Sin duda, el divino Maestro estaba entonces en el camino, que conduce de Jericó a Jerusalén. Es una subida abrupta, montañosa, accidentada, bordeada de barrancos y precipicios. De cuando en cuando, grandes rocas, cortantes como cuchillos; estrechas gargantas sobre las cuales vuelan los buitres; encrucijadas rocosas que encogen el corazón, y soledades arenosas, cubiertas de miedos y silencios. Los mismos nombres tienen aquí ecos de tragedia. Hay una altura que se llama la Colina de la Sangre, y cerca de ella está la única vivienda que se halla en el camino: el Kan de los ladrones, que un buen día se convirtió en posada del Buen Samaritano. Es un edificio destartalado, con un patio rodeado de bancos de piedra, donde se sientan los beduinos, frente a un vaso de un sucio licor, fumando el narguille con gesto de aburrimiento. Después el camino desciende, retorciéndose entre montes, cada vez más áridos. Ni arboles ni fuentes. Aquí y allá, unos cardos espinosos y achaparrados manchando las laderas. Hace un siglo, cuando el conde de Chateaubriand pasó por aquí, ninguna caravana se atrevía a cruzar este camino sin el salvoconducto del jefe de una tribu, que les daba una escolta de ladrones para protegerles de los demás ladrones. Hoy, indudablemente, hay más seguridad, pero aún dicen que antes de aventurarse por estos lugares es bueno proveerse de un revolver.

Tal es el escenario en que Jesús coloca su apólogo: "¿Quién es mi prójimo?", había preguntado el legista, y el Maestro, con maestría suprema, le va a hacer confesar algo que parecería un absurdo en boca de un escriba, o de un fariseo, o de un doctor de la ley.

Hoy, cualquier niño de la escuela podría satisfacer nuestra curiosidad. Aunque el Evangelio ha entrado todavía en pocos corazones, su luz va iluminando muchas inteligencias. Los más humildes en la casa de Dios saben más acerca de estas cosas que los más sabios de Jerusalén o Atenas antes que lo enseñase Jesucristo. Un brahman no hubiera llamado prójimo suyo a un paria, ni un ciudadano de Esparta a un ilota, ni una dama de Roma al negro que llevaba su litera. Los mismos hebreos, que habían recibido una ley más pura, tenían también ideas muy mezquinas. "Un israelita que mata a un pagano -dice el Talmud- no merece la muerte, porque el pagano no es prójimo: un israelita que ve a un pagano a punto de ahogarse no está obligado a sacarle del agua, porque el pagano no es prójimo."

¿Y un samaritano? ¿Un descendiente de aquellos extranjeros que los reyes de Asiria colocaron en la tierra de Israel, y que osaron aceptar la ley mosaica para contaminarla? iAh! Eso era mucho peor. Para ellos, un odio cordial, un desprecio profundo. El mismo autor del Eclesiástico decía: "Hay dos naciones que detesto, y la tercera no es ni siquiera nación. Aborrezco a los serranos de Seir, a los filisteos y al pueblo estúpido que habita en Siquem y Samaria." Cuando los doctores del templo quieran manifestar todo el odio que tienen al Rabí, que les llama sepulcros blanqueados, dirán que es un samaritano.

Pues bien: un hombre descendía de Jerusalén a Jericó. Era un descenso, porque Jericó esta mil metros más bajo que Jerusalén. En una revuelta del camino, el viajero se halló rodeado de una partida de ladrones. Los beduinos no matan sino en caso de necesidad; pero despojan a la gente, la apalean y la dejan tendida, desnuda, medio muerta. Así le sucedió al hombre de la parábola. Siendo Jericó ciudad levítica y sacerdotal, parecía natural que los primeros en ver al desgraciado fuesen algún sacerdote o algún levita de los que iban a la Ciudad Santa para cumplir sus funciones. Pasó, efectivamente, el sacerdote; vio al herido envuelto en su sangre, y, haciendo un gesto de repulsión, siguió su camino. El levita, que tenía las ínfulas más cortas, hizo algo más: vio y se acercó, y tal vez sintió un poco de piedad, pero no quiso escuchar la voz que le salía del fondo del alma. "Si llego tarde –debió de pensar-me pierdo los honorarios de mi ministerio." Pero he aquí que llega un hombre montado en su jaca. Es un samaritano. Se le conoce hasta en la nariz. Ante aquel guiñapo humano tendido en el camino, se estremece lleno de compasión; llega hasta él, le habla, examina sus heridas. Es la primera limosna, la limosna del corazón, que ninguna otra puede suplir. La moneda de oro que deja caer el rico en la mano del pobre, humilla casi siempre, porque viene de muy alto. Pero el corazón se inclina, desciende, borra distancias, quita susceptibilidad. El Buen Samaritano, el hijo de aquel pueblo maldito en Israel, dio una y otra; el oro de su bolso y el oro de su caridad. Sin pensar en los ladrones, que podían matarle también a él, recoge al herido, le cura, le lleva al Kan, y cumple con todos los deberes de la caridad más tierna, compasiva, solicita y abnegada.

La lección era intencionada; solo faltaba sacar la moraleja. "¿Cuál de los tres- preguntó Jesús-es, a tu entender, el prójimo de aquel que cayó en manos de los ladrones? No era posible dudar; pero el escriba guardóse muy bien de pronunciar el nombre del samaritano. "El que se compadeció de él”, dijo secamente. "Pues haz tu otro tanto", añadió Jesús para terminar. Como si dijese: Has de saber que no hay castas, ni fueros, ni privilegios de sangre. La práctica de la ley del amor debe extenderse a todos los pueblos y a todas las razas. Dos hombres son prójimos, amigos, hermanos, por el hecho mismo de ser hombres. Tú, que te precias de puritano, de guardador de la ley, de descendiente de Abraham, y, en consecuencia, desprecias a ese samaritano, no podrás entrar en el reino de los Cielos si no hicieres con el samaritano lo que el samaritano hizo con el judío. La ley del amor es universal, y su medida, como dice San Bernardo, amar sin medida.