viernes, 22 de agosto de 2025

23 DE AGOSTO. SAN FELIPE BENICIO CONFESOR (1224-1285)

 


23 DE AGOSTO

SAN FELIPE BENICIO

CONFESOR (1224-1285)

FELIPE Benicio nace con el sello de los predestinados. Nace para santo. Todas las circunstancias que rodean sus primeros años —aun aquellas que parecen más naturales— son de digno fecundo y sobrenatural. Ya al entrar en el mundo —Florencia, hacia el 1224— se encuentra con el regalo de un hogar modelo, en el que sus padres, Jacobo y Albanda —de la noble familia de los Benici— brillan como dos antorchas de virtud. Luego —muy luego, a los cinco meses— viene la revelación milagrosa: aquel día en que, al ver a dos Hermanos de la recién fundada Orden de los Servitas, empieza a agitar alborozadamente las manos y rompe a hablar, diciendo: «¡Mamá, mamá!, mira a los siervos de la Virgen María...».

Su infancia no desborda este marco de sobrenaturalidad. Desde que alumbra en él un destello de razón, y aún antes, comienza a dar señales ciertas de los dones carismáticos que ha recibido del Cielo. «En su niñez —dice Rivadeneira con devoto gracejo— arrojaba ya algunos rayos de la santidad con que había de resplandecer toda la vida... La modestia y gravedad de sus acciones y palabras eran de más años de los que tenía... En todo mostraba que Dios le había escogido para gran siervo suyo».

Felipe pisa los umbrales de la juventud con propósitos de santidad. En Florencia cursa Humanidades; en París, Medicina; en Padua se recibe de Doctor. A los veinticinco años ha terminado brillantemente su carrera. Y es todo un señor. Tiene nobleza, prestigio, dinero. Nada le falta, pero nada le tienta ni deslumbra. Lo mismo bajo la mirada paterna que fuera de su órbita protectora, no se destempla lo más mínimo el áureo laúd de su alma, siempre vibrante. Hay una mano providencial que pulsa misteriosamente sus cuerdas. Hasta que, un día memorable, le arranca el acorde de una vocación nueva...

Fue en una iglesia de Fiésole, en 1254. Felipe Benicio auscultaba su porvenir a los ples de la Madona con esa insatisfacción santa propia de las grandes almas. Estaba solo, porque mediaba ya la noche. Súbitamente fue sobrecogido por una pavorosa visión sobrenatural. Le pareció hallarse en medio de un vasto desierto infestado de serpientes y bordeado de precipicios. Tuvo miedo y clamó a María. La Virgen se le mostró entonces sentada en un carro de fuego y le dijo con dulzura inefable: «Entra en la Orden de los Servitas y te verás libre de estos males».

Nunca pusiera Felipe reparos a la Gracia, pero desde este día pisa tierra firme, y con bríos de conquistador. El flamante médico florentino entra en la Orden de los Siervos de María y, cediendo a las exigencias de su profunda humildad —lego por voluntad propia—, empieza a barrer, a fregar platos y a cocinar como una fámula. Si Felipe, hombre, ha sido un dechado; Fray Felipe, santo, es el testimonio flagrante de la sobrenaturalidad de la Iglesia, dotada siempre por Dios de adecuados varones. Durante algún tiempo consigue ocultar sus talentos a fuerza de humildades. Pronto, sin embargo, se percatan los Superiores de que aquél no es un lego como los demás, sino un tesoro de sabiduría y virtud. Y el General de la Orden, Padre Jacobo Poggibonzi, determina que Fray Felipe sea ordenado sacerdote, lo que se verifica en Florencia el año 1259. Dios mismo firma esta determinación con un nuevo prodigio, permitiendo que durante su primera misa entone el Sanctus un coro de ángeles.

Duro revés es éste para la. humildad del Santo, tanto más cuanto que significa el inicio de su encumbramiento. Sucesivamente se ve obligado a aceptar por obediencia —y hasta por intimación celestial— los cargos más delicados de la Orden: Definidor, Asistente, Superior General. Es el mayor sacrificio que se le puede imponer. Sólo Dios sabe lo que le cuesta, y por eso le bendice copiosamente, dando a su Instituto una fecundidad maravillosa y colmando la medida de su prestigio personal con estupendos milagros. El Conclave reunido en Viterbo para dar sucesor a Clemente IV, piensa elegirlo papa. Pero esto ofende demasiado la violeta de su alma, toda modestia. Y en cuanto sabe la noticia le falta tiempo para esconderse en un desierto próximo a Siena, en el que permanece hasta la elección de Gregorio X, y en donde hace manar una fuente —hoy Baños de San Felipe— cuyas aguas conservan todavía las propiedades curativas que él les infundiera.

Tras este lance —índice exacto de su extraordinaria humildad— comienza el despliegue magnífico de su apostolado a través de casi toda Europa. Son dos años fecundos en los que las grandes ciudades de Francia, Bélgica, Holanda y Alemania oyen con asombro esta voz celestial, que llama a penitencia y canta las glorias de María. En 1274 asiste al II Concilio de Lyon, consiguiendo la aprobación de su Orden. Vuelto a Italia, emprende una misión pacificadora encaminada a terminar las luchas fratricidas de güelfos y gibelinos. Recoge grandes frutos, pero a costa de grandes sacrificios. En Forli es azotado públicamente por defender a Martín IV.

Año 1285. El Santo está agotado. Ya es milagro que viva. Mas el espíritu no se rinde al desaliento. Y aún visita los conventos de Florencia, Siena, Perusa y Todi. Al entrar en esta Ciudad dice a su acompañante: «Este es el lugar de mi descanso». Es la víspera de la Asunción. Ocho días después, muere abrazado a «su libro» —el crucifijo—, en el que aprendiera las más altas lecciones de humildad…