sábado, 2 de agosto de 2025

3 DE AGOSTO. SAN DALMACIO, ABAD (+HACIA EL 440)

 


03 DE AGOSTO

SAN DALMACIO

ABAD (+HACIA EL 440)

HE aquí un Santo privilegiado con los cánones de la Liturgia oriental, del que el Occidente es 'muy poco devoto. No se le ama, no se le invoca —pena da comprobarlo— porque no se le conoce. Y la verdad es que una vida tan pródiga en enseñanzas como la de San Dalmacio merece ser mejor conocida por todos. Conocida e imitada. Quiera Dios que esta reseña contribuya en algo a ello.

La data de su nacimiento no podemos fijarla con certeza. A fines del año 380 lo encontramos ya en Constantinopla, como oficial del cuerpo de guardia del emperador Teodosio. Vive en compañía de su esposa y es padre de dos hijos: un niño, Fausto —que también será santo— y una niña, cuyo nombre ignoramos. Dalmacio es joven, rico y ferviente cristiano. Con un emperador tan afecto a la Iglesia Católica como Teodosio, ¡qué fácil le sería encumbrarse en la sociedad!...

Pero él no piensa así. El trato con San Isaac — primer monje de Constantinopla— ha despertado en su alma anhelos de más puras ascensiones.

— ¿Por qué no lo dejas todo y te vienes a vivir conmigo? —se ha atrevido a decirle el viejo monje.

— Tengo mujer e hijos, ¿voy a dejarlos solos?

—El Maestro ha dicho: «Quien ama a sus padres, a su mujer o a sus hijos más que a Mí, no es digno de Mí». ¿Qué dices a esto?…

No conocemos los detalles del desenlace. Los biógrafos aseguran que el generoso sacrificio costó a Dalmacio dos años de heroica lucha. Lo cierto es que, al cabo, ese oro viejo del Evangelio que seduce a todos por su brillo acabó también por cautivarle, y se rindió a la Gracia en total y magnánima entrega. Mediando el concurso divino, llegaría a ser jefe y patriarca de los monjes constantinopolitanos en las postrimerías del siglo IV...

Sigamos sus huellas de luz.

La primera providencia del joven oficial al dejar el mundo es la de despojarse de su inmensa fortuna, que, en su mayor parte, pone. a disposición de Isaac. Con ella puede el santo monje dar cima a un proyecto largamente acariciado: la fundación de un convento —el primero establecido en la capital del Imperio—, al que la posteridad llamará Monasterio de San Dalmacio. Y como nuestro Santo es un campeón del amor, de esos que dan siempre y siempre tienen una limosna en la mano, todo el dinero que sobra de la construcción lo emplea en remediar las necesidades materiales y morales de los pobres, objeto predilecto de sus piadosos afanes. De este modo, por más que pone en práctica cuantos artificios le sugiere su humildad para pasar por loco y no por santo, el buen olor de sus virtudes se difunde en seguida por toda la Ciudad.

Pero Dalmacio tiene un arma poderosa para combatir la vanagloria: es la soledad. Mientras el maestro —más dinámico, más impulsivo— se prodiga al exterior arrebatado por un celo ardiente y funda nuevas casas y aclimata el monaquismo en las riberas del Bósforo, el discípulo —apasionado amante de la soledad y del silencio — se entrega a una vida de ascetismo oscura y lacerante. Pronto el aura popular lleva su nombre de boca en boca. Los personajes más eminentes — entre ellos el patriarca Ático y el Emperador— le visitan en su mísera celda, sin que él, todo humildad, manifieste la menor emoción ni altere en lo más mínimo su modo ordinario de vivir,

Al morir San Isaac, Damacio es elegido abad del monasterio, con lo que su figura se agiganta. Pero su reclusión sigue siendo inquebrantable. Si hemos de dar fe a los historiadores de su vida, por espacio de cuarenta y ocho años jamás consintió en abandonar su retiro, ni siquiera para atender los requerimientos del mismo Emperador.

Sin embargo, un día, el bien general de la Iglesia se impone a sus propios deseos de tranquilidad, y se ve obligado a traspasar las puertas del convento. Es en 431, con ocasión del Concilio de Éfeso. «Me pareció —cuenta él mismo— oír la voz de Dios, que me ordenaba salvar a la Iglesia, y, al frente de mis religiosos, me dirigí al palacio imperial». Su influencia en la magna Asamblea es decisiva. Los mismos Padres la reconocen providencial. Gracias a su oportuna intervención, triunfa definitivamente la causa de la ortodoxia, se asegura la paz interior y se abre ancho campo a la expansión de la verdad católica en Oriente.

Recluido ya en su celda, Dalmacio sigue con ánimo alerta los acontecimientos de la hervorosa actualidad. Y nuevamente ha de intervenir cerca de la Corte —esta vez a petición del Concilio— en favor de San Cirilo de Alejandría; aunque ahora lo hace por carta. En reconocimiento, el papa San Celestino erige el Monasterio de Dalmacio en cabeza de todos los monasterios de la Ciudad. El mismo Pontífice confirma «haber conocido el Santo, por lumbre celestial, que cuando Nestorio fue a Constantinopla, llevaba ya el alma inficionada por el error».

La historia no ha conservado la fecha de la muerte de San Dalmacio. Sólo sabemos que sobre su tumba destiló durante mucho tiempo un licor precioso que curaba a los enfermos. Pero con lo dicho basta para suscitar nuestra admiración por este, para nosotros, ilus3 tre desconocido, a quien los griegos han dado el glorioso título de «Abogado del Concilio de Éfeso»