viernes, 1 de agosto de 2025

2 DE AGOSTO. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO OBISPO, FUNDADOR Y DOCTOR (1696-1787)

 


02 DE AGOSTO

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

OBISPO, FUNDADOR Y DOCTOR (1696-1787)

A todos nos obliga por igual el precepto del amor, y, precisamente, la verdadera santidad consiste en el amor a Jesucristo, nuestro soberano Bien, nuestro Redentor y nuestro Dios. Cifrarla sólo en la austeridad de vida, en la oración prolongada o en la Limosna, es vana ilusión». A estas sabias palabras de San Alfonso María de Ligorio se ajusta enteramente su propia existencia, aleccionadora si las hay. Porque el Doctor Celosísimo podrá ser evangelizador de los pobres, propagador de la devoción a la Eucaristía, restaurador de la piedad, escritor inspirado y fecundo, martillo de herejes, moralista máximo —que esto y mucho más ha sido, y por serlo le llama César Cantú «fúlgida estrella en el firmamento de Italia» —; pero, ante todo, es el enamorado de Cristo y de María. Sobre este pilar se asienta su grandeza; de esta fuente inexhausta fluye su celo, su santidad, su gloria temporal y eterna.

Alfonso María —fruto primogénito y bendito de los marqueses José de Ligorio y Ana Cavallieri— nace el 27 de septiembre de 1696, en Marianella di Capodimonte, arrabal de Nápoles. Su horóscopo lo da el Cielo por boca de San Francisco de Jerónimo: «Este niño —dice el gran misionero jesuita, tomándolo en sus brazos— será obispo, vivirá cerca de cien años y hará grandes cosas por amor de Dios». Al cabal cumplimiento de tan halagüeña profecía, contribuyen desde un principio la fina educación materna, los píos consejos del padre Tommaso Pagano, el ingenio robusto y fácil del muchacho y, principalmente, una gracia de predilección.

El primer paso gigante que Alfonso da por cuenta propia en el camino de la ciencia es el de conquistar a los dieciséis años —caso extraordinario, que exige dispensa de edad— el birrete doctoral en ambos Derechos. Y en el camino de la virtud no se queda atrás, a juzgar por el sobrenombre de «santo», con que todos le conocen. A estos éxitos primemos sigue la apoteosis de su vida forense, el triunfo de sus tres grandes amores: la verdad, el bien y la justicia. Rara vez se hallará un jurista ni más ecuánime ni más afortunado que Alfonso María. En ocho años de profesión sólo pierde un pleito —defendiendo al Duque de Orsini, en el año 1723—, y la pérdida resulta providencial ganancia. Dios se vale de este fracaso para despegarle de una vez del mundo y dar a su vida nuevo y luminoso cauce. «Mundo falaz —dice el joven letrado, mordiendo el polvo de la humillación y el desengaño—, hoy te he conocido; en adelante, nada serás para mí».

Resolución de santo. La luz de una vocación nueva le ilumina de pronto: el ministro de la justicia será ministro de Dios. Su padre, altivo capitán, que sólo piensa en la gloria del hijo y en el medro de la familia, revuelve a Roma con Santiago para dar al traste con este propósito. Pero Alfonso, defendiéndose de las caricias con las penitencias qué penitencias! oponiendo la magnanimidad a los rigores, consigue salir triunfante. El 21 de diciembre de 1726 dice su primera misa. El mismo día for-. mula esta nueva resolución, norma de su vida sacerdotal: «Pues la Iglesia me honra, honraré yo a la Iglesia con mi celo, con mi trabajo, con mi pureza, con mi santidad». Y el rico gentilhombre, Alfonso de Ligorio —obra magnífica de la Gracia— se convierte en el apóstol humilde, resuelto, inflamado de amor a Dios y a las almas, que prodiga su piedad y su tiempo en el confesionario, en el púlpito, en la instrucción de los niños pobres...

La ignorancia religiosa de las aldeas —comprobada personalmente en las diócesis de Amalfi y Escala— le lleva a hacerse misionero rural y andariego infatigable. Fruto de tan santas inquietudes —fruto de su corazón, más que de su inteligencia— es la Congregación del Santísimo Redentor, nacida en 1732. Los Redentoristas, a semejanza de Cristo, irán de pueblo en pueblo, anunciando la buena nueva de la salvación y haciendo bien a todos: Pertránsiit benefaciendo...

Durante muchos años, el santo Fundador es el primer misionero de la Congregación. Un amor impetuoso lo lanza sin descanso en busca de las almas. Recorre ciudades y pueblos; predica a los sabios. a los ignorantes, a los ricos, a los pobres; a todos. Las multitudes le rodean siempre, magnetizadas por su figura ascética, no menos que por las palabras que el místico fuego enciende en su boca. Entre los milagros con que Dios patentiza su santidad, se cuenta el de asistir en espíritu al papa Clemente XIV en su lecho de muerte. Siempre incansable, siempre celosísimo, cuando sus pies declinan al peso de los años, Alfonso piensa que también sus manos pueden misionar, y se hace escritor. Sus admirables obras —entre todas la Teología Moral y las Glorias de María— en las que una erudición vastísima se armoniza maravillosamente con el más tierno amor a Cristo y a la Virgen, serán «honra de la Iglesia», y le merecerán el título de Doctor.

Los últimos años de San Alfonso tienen relumbros de tragedia. A la onerosa carga del episcopado, que la Santidad de Clemente XIII echa sobre sus trabajados hombros, vienen a sumarse una larga serie de achaques, contradicciones, calumnias y hasta escrúpulos incomprensibles en un santo como él. Pero su hora postrera es de una placidez beatífica. Los nombres de Jesús y de María sellan sus labios con dos rosas de amor, y su alma vuela a Dios con la mansedumbre triunfal de una paloma...