18 DE AGOSTO
SAN AGAPITO
NIÑO MÁRTIR (260-275)
LAS Actas del martirio de San Agapito son de una plasticidad y belleza incomparables, ideales. Pocas presentan tan al vivo el contraste entre el perseguido y el perseguidor; pocas producen en nosotros una impresión tan profunda. El alma de la Iglesia —grandeza sublime, actitud nobilísima, integridad inviolable, divina fortaleza— vibra en la de este pequeño mártir con sones de eternidad y de triunfo.
Carrera rápida, fúlgida, gloriosa. Como la de las lágrimas de San Lorenzo, como la del relámpago en la noche. Desde su nacimiento hasta su ocaso, ni un eclipse, ni una nube; todo esplendoroso, limpio, triunfal.
Sobre la austeridad simple y verídica de las Actas vamos a tejer su historia ejemplar.
El lugar de su nacimiento se lo disputan con probabilidad Roma y Palestina. Su estirpe — conjetura Horacio Marucchi — es la de la gens Anítia, que da a Roma varios cónsules y capitanes y a la Iglesia dos papas santos: Agapito y Gregorio Magno. Hijo de padres cristianos, se educa en la escuela del mártir San Porfirio, según consta expresamente en las Actas. Así. aun viviendo en una ciudad donde cada vicio tiene su altar, halla Agapito un nido en las alturas para la inocente paloma de su alma y una tutela segura para su fragilidad de niño: halla instrucción y santidad. E intacto, inviolado, como un botón de rosa, sube al altar de oro de sus quince años, para ofrendar a Cristo su corola sangrienta...
El año 275 promulga el emperador Aureliano su edicto de persecución contra el Cristianismo. Antes que el decreto llegue a las provincias más lejanas del Imperio, morirá él asesinado. Pero, en tanto, caen segadas preciosas víctimas, algunas todavía en flor, como el niño Agapito.
Desconocemos los detalles de su prisión. Dado el ambiente combativo y santo que reinaba en la escuela de Porfirio, DO nos sorprende lo que dicen algunas crónicas: que él mismo se presentó espontáneamente ante el juez, echándole en rostro su impiedad y confesando a Cristo sin miedo.
— Amo el valor en la juventud, pero detesto la arrogancia —le dijo el malvado Antíoco — tu loca osadía merece la muerte.
— No es arrogancia: vengo, sencillamente, a dar testimonio de mi fe.
— Pues te compadezco, joven; podrías conservar la vida y ser feliz.
— Mi mayor felicidad es morir por Jesucristo.
— Depón tu pertinacia y adora a los númenes inmortales —insistió el juez.
— No adoraré a los simulacros de los demonios. Los detesto.
… El diálogo se prolongó largo rato. Antíoco estaba confundido y avergonzado. Al fin, a falta de otras razones, apeló a los suplicios. Un escalofrío inmenso —acaso de espanto, acaso de envidia— sacude nuestra alma al leer este trozo de las Actas. Se habla de azotes de crudos nervios —plumbatis, scorpiónibus—, abandono en horrendo calabozo, tentación de un renegado, carbones encendidos sobre la cabeza del Mártir, suspensión por los pies durante cuatro días sobre una hoguera alimentada con materiales inmundos, baños de agua hirviente... Y entre tortura y tortura, un nuevo interrogatorio, una nueva confesión, un nuevo prodigio. Durante el tormento de los azotes, quinientos paganos, agitados por un estremecimiento sobrenatural, confiesan públicamente a Cristo; el calabozo se inunda de luz celestial y confortadora; el renegado se convierte y muere mártir en Salona —se llama San Anastasio— un ángel desata al Santo del patíbulo de fuego; el agua hirviente se trueca en dulcísimo refrigerio; Antíoco cae exánime a sus pies, herido por un rayo del Cielo. Y mientras duran los suplicios —esto es lo más admirable—, mientras los carbones encendidos flamean sobre la cabeza del heroico niño como en viviente incensario; de sus labios brota el perfume de esta plegaria sublime:
—Gloria a Ti, ¡oh, Dios mío!, que reinas por los siglos de los siglos; a Ti, que has consentido que fuese probado como el oro en el crisol. No es mucho que la cabeza destinada a ceñir diadema de gloria inmortal sea primero enguirnaldada de llamas.
Y canta con el Salmista:
—Bajo tus alas me cobijaste; fue mi inocencia grata a tus ojos, Señor: confirmaste a tu siervo en tu presencia para siempre. Pasé por el fuego y el agua y me sacaste, oh Dios, al lugar del refrigerio...
Entretanto, la trágica muerte del Prefecto Antíoco ha llenado de espanto a los perseguidores. El mismo Emperador teme, fundadamente, por su vida; pero el orgullo no le deja rectificar. Y manda conducir al Mártir a Palestina, para que allí, lejos de Roma, sea pasto de los leones.
El anfiteatro rebosa de público. Hay gran expectación. Sale la víctima. Detrás, las fieras. Un ¡ay! de asombro se hiela en las gargantas: los leones le acarician. La multitud, en pie, gesticula frenética, grita airada, entusiasmada: Vere non est Deus nisi quem Agapitus confitetur: No hay más Dios que el Dios de Agapito.
Pero a Agapito le esperaba ya la paz eterna.
Los verdugos — «ministros del demonio»— lo arrebataron fuera de la Ciudad y lo sacrificaron entre blasfemias. En sus labios resecos maduró todavía esta oración: Deus, súscipe me: recíbeme, Dios mío...