16 DE AGOSTO
SAN ROQUE
ABOGADO CONTRA LA PESTE (1295-1327)
SANTOS populares, pocos como San Roque, Mariscal de la peste. Su imagen —traje de noble, capa con esclavina, sombrero haldudo, bordón de peregrino, pierna desnuda y ulcerosa, y, a su lado, el perro fiel— la encontramos en casi todas las iglesias. Es rara la ciudad o población de Europa que no le haya dedicado un templo, una ermita, o por lo menos un altar. Y es que la universal popularidad del santo Abogado contra epidemias y epizootias no es humo de leyendas, como han querido plumas irreverentes y malintencionadas, sino que mana de las más puras y legítimas fuentes: la santidad y los milagros...
Pero, además, su figura tiene perfiles alucinantes.
Fue hijo de un gentilhombre y nació en Montpellier. ¡La cruz ante todo!: he aquí el mote del escudo familiar. Roque nace milagrosamente señalado con una cruz roja en el pecho. Caricias celestiales le agracian visiblemente con singulares dotes de cuerpo y alma y le nimban con sorprendentes vaticinios. Gravedad de pensamiento, sabiduría, inocencia, noble apostura, tierra fértil, en suma, donde su madre, Liberia, planta el cedro libanés de una fe robusta y bien arraigada, y su padre, Juan, gobernador de Montpellier por los reyes de Mallorca —de la Real Casa de Aragón el olivo de una caridad seráfica.
Al asomarse a la mágica ventana de los veinte años surge violento el reclamo del mundo. Pero Dios vigila y pone coto a su alma incontaminada: un coto de zarzas punzantes y de hirientes rocas, acorde con su nombre. El fallecimiento casi seguido de sus padres le rinde al desengaño. Y en la flor de su vida, del prestigio y de las esperanzas, dueño de inmensa fortuna, sucede el hecho inesperado — ¿y por qué no milagroso? — de su total abandono del mundo. Dócil al llamamiento de Cristo: Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, da el precio a los pobres y sígueme, Roque, agitado por misteriosos presentimientos, se desprende de todo lo terreno con voluntad roquera, viste hábito de peregrino y, sin alforja —a la apostólica encendido en deseos de caridad y penitencia, emprende el camino de Roma entre las burlas de sus antiguos compañeros que le toman por loco. ¿Os habéis parado a pensar la heroicidad —la santidad — que esto significa? ...
Roque va a visitar el sepulcro de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. La Providencia cambia el ideario de su vida. Apenas entra en Italia, su corazón caritativo se estremece de compasión. La peste —una peste terrible extendida por todas las ciudades— hace estragos tremendos, especialmente en la clase más pobre de la sociedad. Este luctuoso espectáculo despierta en él la llama de una vocación heroica: entregarse personalmente al cuidado de los contagiados, ya que no puede hacer otra cosa por ellos, pues la caridad es la única herencia paterna de la que no se ha despojado todavía. Y he aquí, que, cuando los más íntimos lazos de la carne empiezan a romperse y la compasión cede ya el puesto al egoísmo, Roque, un desconocido, marcha contra la peste como si fuera a una romería festiva, llevando a todas partes —infatigable peregrino, insaciable captador de almas— la vida, la alegría, la resignación y la esperanza. El Lacio, el Piamonte, la Lombardía, la Emilia, la Campania, todas las regiones flageladas por la horrible epidemia, presencian con pasmo y gratitud la piedad de este Buen Samaritano que recoge a los apestados en las calles y los echa sobre sus espaldas después de vendarles las heridas, y a quien basta trazar la cruz sobre un enfermo para obtener del Cielo una curación instantánea. Tres años pasa en Roma, pidiendo limosna para los pobres —a quienes llama «amigos de Dios»—, visitando iglesias y hospitales. Y el mismo programa de caridad en Módena, Mantua, Parma, Cesena, Florencia, Rímini, Acquapendente... Sería difícil hallar un hombre tan sinceramente dolorido ante el espectáculo de las miserias humanas; un hombre que con tan escasos medios económicos haya hecho más por remediarlas.
¡Caso sorprendente de humildad!: Roque no ha revelado a nadie su nombre ni su patria. No lo revelará nunca. Las gentes le llaman «ángel bajado del cielo». Pero él —romero de la humildad—, para evitar el aplauso, huye de pueblo en pueblo, dilatando con ello más y más el horizonte de su fama.
En Plasencia termina su lucha titánica contra la peste con una prueba terrible en la que se revela su grandeza de alma. Víctima del contagio en el cuerpo, Roque, como Job, siente en su espíritu una herida más dolorosa todavía: la ingratitud, el desprecio y hasta la crueldad de las mismas personas por él curadas. Arrojado de la Ciudad, se refugia en un bosque. El «ángel de la caridad» se convierte en «ángel de paciencia y fortaleza». Aquí, en esta soledad y abandono, es donde arbolará el pueblo piadoso la festiva flámula de la leyenda de San Roque: ya es el perro fiel que le lleva de comer; ya la fuente clara que brota a sus pies; ya la conversión del rico Gotardo; ya, por último, la curación milagrosa del propio Santo. Entonces vuelve a su ciudad natal, donde es tomado por espía y encarcelado. Roque, como San Alejo, guarda heroico silencio por espacio de cinco años. Sólo cuando su bendito cuerpo se desmoronó bajo el peso del hambre, de la miseria y del total abandono de sus conciudadanos, al ver iluminada su celda, supieron éstos que habían martirizado a un ángel...