jueves, 14 de agosto de 2025

15 DE AGOSTO. LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA

 


15 DE AGOSTO

LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA

LA vida de la Virgen —ha escrito el señor Morales Oliver— discurre entre dos paréntesis triunfales. Antes de la delicia de su nacimiento, antes de la ternura de Belén, Santa María refulge azul y blanca en el dogma de su Inmaculada Concepción. Después del dolor de las persecuciones, después de la angustia de Jerusalén, la Virgen se embellece con la luz traslúcida de su Asunción nunca igualada.

El día 8 de diciembre de 1854, repicaron a vuelo los bronces todos de la Cristiandad, anunciando a los hombres la gran victoria de María —triunfo en el abismo sobre el pecado— en su Concepción sin mácula. No pasan cien años y, el primero de noviembre de 1950 — «el día más grande de nuestro siglo» — vuelve a estremecerse de júbilo el orbe cristiano, cuando Su Santidad Pío XII, rodeado de una corte de treinta y nueve Cardenales y más de seiscientos Obispos, en radiante apoteosis, define «ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste».

He aquí, sobre las alas del viento, bajo el palio azul del cielo — «Virgen del Sol vestida, — de luces eternales coronada, — que huellas con divinos pies la Luna...» —, Reina de los espacios infinitos y Señora del Universo, a la que un día, trémula de emoción, anonadada, se proclamó Esclava del Señor: «Porque Dios se ha fijado en la humildad de su esclava, me llamarán bienaventurada todas las generaciones».

Pero ¿cuál es el alcance de este nuevo Dogma mariano? ¿Qué significa esta «fiesta de la alegría», este magnífico triunfo de la «Madre coronada de gracias», de la Mujer que es cumbre, gloria y ornamento de la humanidad? Mucho han escrito los mariólogos sobre la teología de la Asunción, y lo difícil es escribir poco. La Bula Dogmática Munificentíssimus Deus —la visión más perfecta que de la Virgen ha ofrecido la suprema autoridad de la Iglesia— pone ante nuestros ojos la figura sin par de María, gloriosa en el cuerpo y en el alma, como máxima exaltación de todos sus privilegios y grandezas: epílogo milagroso de una existencia prologada por el milagro, glorificación del cuerpo virginal, inauguración de un reinado eterno al lado del Redentor, en calidad de Corredentora —Redentoris nostri socia, que dice la Constitución Apostólica— correspondencia magnánima del Hijo y triunfo en las alturas sobre la muerte.

Si bien la definición papal se circunscribe al hecho concreto de la subida al cielo en cuerpo y alma, dejando «el modo» a la especulación de los teólogos, la doctrina común y tradicional sobre la Asunción incluye otras circustancias concomitantes: muerte previa, preservación de corrupción en el sepulcro y la resurrección anticipada.

La Virgen murió —esta es la fe universal y constante en la Iglesia — porque de ella, como de Jesucristo, habíamos de cantar: «Mortem moriendo destruxit»; y como Él resucitó para devolvernos la vida: «et vitam resurgendo reparavit». Su asimilación con Cristo requería que gustase la muerte, aunque despojada del carácter de pena que tiene para el común de los hombres y reducida a una crisis dulcísima, a un transporte extático de amor. La que inmaculadamente fue concebida, la que inmaculadamente concibió y alumbró por obra del Espíritu Santo, inmaculadamente debía morir y resucitar sin conocer la corrupción del sepulcro: «No consentirás, Señor, que lo santo vea la corrupción...». ¡Oh, la alegría serena del dulcísimo tránsito, de la suavísima «dormición» de la Virgen! De lo alto del cielo llega la voz de la Escritura: «Ven, amiga mía, paloma mía, inmaculada mía; ya pasó el invierno, cesó la lluvia y el granizo; ven a ser coronada de gloria». El sepulcro queda vacío, y una Mujer sube «como la aurora. naciente, hermosa como la luna, elegida como el sol, terrible como un ejército en orden de batalla». Es la Madre de Dios y de los hombres; o, como decía el poeta medieval, «la llama coronada que se eleva en pos de su divina progenitura; la rosa en que el Verbo se hizo carne; la estrella que triunfa en las alturas, como triunfara en los abismos...».

La voz de la historia —multiplicada en siglos de devoción popular y monumentos artísticos— ha cantado en todos los tonos los laudes de la Asunción. Pero la estrofa es siempre idéntica: «La Virgen María ha sido trasladada al tálamo celeste, donde el Rey de reyes se sienta sobre un trono de estrellas». El Oriente conoció esta fiesta desde el siglo VI. En nuestra Patria —como todo lo que a la Virgen se refiere— tiene también gloriosa tradición, y la fe sencilla y ancha del pueblo español no necesita definiciones para creer un Misterio que tanto honran a Jesús y a María. Basta hojear nuestros viejos libros litúrgicos de hace mil años. Precisamente han sido dos españoles —Isabel II y San Antonio María Claret— los promotores del gran «movimiento asuncionista», que ha culminado en la apoteosis triunfal de la anhelada definición dogmática, reservada por la divina Providencia a nuestro tiempo, quizá más necesitado que ningún otro de esta inyección de espiritualidad. «La Virgen María —ha dicho Pío XII— abre en la Asunción una ventana para mirar al cielo en este mundo apretado de negruras». Asomémonos a ella desde este valle de lágrimas y veremos, coronada de poder, de sabiduría y de amor, a la que es vida, dulzura y esperanza nuestra...