22 DE AGOSTO
EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA
SÍMBOLO y lección de amor. Solución distinguida y filial a un anhelo inmanente en la Iglesia. Auténtica fiesta de la Madre. Devoción dulce y entrañable del Cristianismo. Vivencia egregia de la Humanidad transida, dolorida. Día de la entrega amorosa, de la donación total, de la consagración apasionada. Broche de oro que cierra la conmemoración. litúrgica de la vida de la Virgen —de sus misterios, virtudes y grandezas— y el ciclo temporal de sus fiestas. Apoteosis de los espléndidos cultos de la Asunción. Pregón de esperanza en medio de las inquietudes del mundo moderno. Recuerdo dulce y perenne del mensaje misericordioso de Fátima —mensaje de amor, de paz, de bendición, de protección—. Gran triunfo del amor. ¡Fiesta del Inmaculado Corazón de María!...
¿Cuál es la historia, el objeto, el alcance de esta festividad?
Una breve síntesis del fausto Decreto, de 4 de mayo de 1944, por el que Su Santidad Pío XII la establece en la Iglesia Universal con carácter obligatorio —fijando su celebración en el día 22 de agosto, con rito doble de segunda clase, y con Oficio. y Misa propios—, será el mejor comentario.
Primero, un poco de historia. La devoción al Purísimo Corazón de María no es nueva. Tiene entronque evangélico. San Mateo, San Lucas y San Juan, reclaman reiteradamente nuestra atención sobre el Corazón de la Madre —tesoro de los divinos misterios de la Redención—, y nos lo presentan como la copia más perfecta del Corazón de Jesús, digno por ello de una veneración especial. Los Santos Padres y Expositores sagrados recogen esta doctrina, que la piedad medieval fomenta y desarrolla con numerosas prácticas, abriendo así el camino al culto litúrgico. Éste reconoce por padre, doctor y apóstol a San Juan Eudes, que, a mediados del siglo XVII, establece la primera fiesta en su Congregación de Jesús y María.
Pío VI —1787— la concede a varias órdenes religiosas. Pío VII —1805— extiende la concesión a cuantos Institu tos y Diócesis la soliciten. Pío IX —1855— aprueba una Misa y Oficio propios pro alíquibus locis. Isabel II de España, instada por San Antonio María Claret —paladín de la Virgen—, obtiene el privilegio para toda la Nación. Así las cosas, las apariciones de Fátima, por un lado, y por otro la necesidad de un socorro especial del Cielo en medio de las terribles desgracias de la segunda guerra mundial, mueven a Su Santidad Pío XII —tenía que ser un Pío— a consagrar primero el mundo al Inmaculado Corazón de María —1942—, y a publicar después el Decreto institucional que comentamos. Este hermoso gesto del actual Pontífice —divinamente acordado con aquel otro con que León XIII consagrara el mundo al Sagrado Corazón de Jesús— inaugura la tan suspirada y esperanzadora era de María, floración de una más intensa y extensa era de Cristo. Porque, aunque María no es la meta de nuestro anhelo, es y será siempre el camino más fácil y seguro para ir a Jesús, como Jesús lo es para ir a Dios: Ad Jesum per Mariam...
El objeto propio de esta hermosa festividad lo precisa también el Papa: venerar, bajo el símbolo del Corazón de María, «la eximia y singular santidad de su alma, en especial su ardentísima caridad para con Dios y su Divino Hijo, y su maternal piedad para con los hombres redimidos por la sangre divina de Jesucristo». En otras palabras: el Corazón físico, real, de carne, de María —órgano principal de su vida preciosa, «rubí encendido en llamas de amor materno y caridad divina, la síntesis plástica más clara, inteligente y emotiva de la Virgen Madre de Dios»— como emblema de su figura moral.
¿Hay algo más grande, más bello, más limpio, más noble, más digno de veneración y respeto que el Corazón Inmaculado de María? Sólo el Corazón Adorable de Jesús. Mas, si Jesús es el Sol, María es la Luna que refleja su gloria y esplendor. Dios ha querido unir el Corazón de la Madre con el Corazón del Hijo en acabadísima semejanza: Redentor y Corredentora, unidos en la sangre, en el amor y en el dolor, los vínculos humanos —y divinos— que más atan los corazones.
¡Corazón de María! ¡Corazón de Madre! ¿Para qué más? Es ésta la expresión más fecunda y patética de su amor. Madre de Cristo —Dios-Hombre, Cabeza de todos los redimidos— y Madre de los miembros de su Cuerpo místico. Madre que nos desea, concibe y forma a la vida de la gracia con inmenso amor. ¡Pero si no acertamos a llamarla sino Vida, Dulzura y Esperanza nuestra...! ¿Qué lengua de ángel podrá cantar tanta excelencia? ¿Cuál la eficacia santificadora de esta devoción dulcísima?...
Hemos hablado de Fátima. Con razón. Fátima es el Paray-le-Monial de la devoción al Corazón de María, cuyo alcance ella misma ha revelado desde la encina de las apariciones: «Las almas devotas de mi Corazón, serán como flores predilectas colocadas por mí ante el trono de Dios». La Virgen, Medianera universal, quiere abrasar al mundo en la hoguera de su Corazón: hoguera de fe, de pureza, de caridad. Por eso Pío XII se lo ha consagrado y ha recomendado la consagración individual como forma plástica de servidumbre cordimariana. Consagrarse a María, para vivir por María, con María y en María. Ser esclavos de María —recordemos a San Luis Grignon de Montfort— para ser totalmente de Jesús: Ad Jesum per Mariam. No hay otro camino.