27 DE AGOSTO
SAN JOSÉ DE CALASANZ
FUNDADOR (1556-1648)
LA fisonomía moral, esquematizada, de San José de Calasanz, tiene dos rasgos cardinales para la semblanza —pedagogía y paciencia— un sello trascendental —el de español—, y una impronta peculiar —la aragonesa—, que le acompañan toda la vida y dan a su figura y acción un matiz originalísimo, a cuyo encanto no ha podido resistir ni el alma judía de Bergson...
Pero la concreción de estas facetas —el punctum sáliens lo da su línea pedagógica. En este aspecto, Calasanz es un luminar, una personalidad incomparable de nuestro Siglo de Oro. Digámoslo más cristianamente: la Providencia lo destina desde su nacimiento a ser el «Santo de la Pedagogía», y, para que ésta sea divina, lo hace a él gigante entre gigantes, prócer entre próceres, noble por la sangre y por la ciencia, cumbre de santidad, apóstol del pueblo, Job de la Ley de Gracia, reformador y fundador insigne.
Su vida —rosa de pasión— brota de un tallo españolísimo, timbre de nobleza y sangre de almogávar: la familia Calasanz y Gastón, de Peralta de la Sal. Buen comienzo que le da preeminencias y le abre caminos. La infancia, enjoyada de virtudes, transcurre en hogareña placidez. Sus padres, a fuer de cristianos y españoles, al descifrarle los blasones de su escudo heráldico, le inculcan entrañable devoción a María Madre de Dios y a los principios fundamentales de nuestra grandeza. José —vocación de santo— va aún más lejos: en el summum de su férvido cariño, hace voto de pureza y se consagra como esclavo a la Virgen sin mancilla. María le llevará y traerá toda la vida. Confiado en Ella, como piloto en la brújula, atravesará «su mar», siempre embravecido, dibujando estelas de fe y esperanza...
¡Gracia divina en la concha inocente de José de Calasanz!: temple de guerrero, alma de mártir, corazón de niño. Gracia precozmente defendida, cuando, infantico aún, sale en busca del demonio, armado de un cuchillo. Gracia acrecida y afianzada en las Universidades de Lérida, Valencia y Alcalá de Henares, donde logra sus títulos académicos —los doctorados en ambos Derechos, en Filosofía y en Teología— Gracia conquistada y sublimada al virar su vida hacia el sacerdocio, en 1585, contra toda previsión paterna.
Ahora el «apostolado de Cristo» absorbe su actividad con un exclusivismo santamente codicioso. Entre fervores y vigilias, pasea su santidad por las aldeas del Pirineo, por las montañas de Albarracín y por las riberas del Segre, en delicadas misiones que ilustres Prelados le confían. Forjado para la lucha, Calasanz embarca para Roma —1592— donde va a fructificar en una madurez prodigiosa. Pero esto merece un punto Y aparte:
En Roma le espera Dios. Por lo pronto, el cardenal. Colonna lo toma como teólogo consultor y como preceptor de su sobrino, el príncipe Felipe. Unos pocos años son suficientes para que el nombre de Calasanz llegue a la Corte romana nimbado de prestigio. Su fama responde a una realidad carismática —continuos milagros y favores celestiales—, y corresponde a una vida santa de fogoso apostolado. José desdeña mitras y capelos. Siente algo en su alma que le anuncia otro destino. No se resigna a morir sin dejar un reguero de luz...
En la sacristía de Santa Dorotea in Transtévere, un sacerdote enamorado de los «niños del arroyo», desmelenados y zafios —pero que él llama «angelitos de Dios»—, ha dado en la tozuda manía de tenaz aragonés, de pulir las «piedras preciosas» de sus almitas, para sacarlas de los fangales de la ignorancia y del vicio. Es José de Calasanz.
Los chiquillos, ganados con sus buenas formas —con tanto bel modo— acuden en tropel a esta escuela en la que, con «la Doctrina», se aprenden gratuitamente las letras de labios de un Santo. Ha nacido el primer brote de las Escuelas Pías. En este trance se esfuma el «Doctor Calasanz», para dejar paso a «Don Giuseppe», el humilde y abnegado «mentor de la infancia», primer maestro de la escuela popular gratuita, de la que luego será celestial Patrono. El clamor del Concilio tridentino: ala verdadera reforma social radica en la pía y recta educación de la niñez», se hace consigna europea por obra de un Santo español. Veinte años más de lucha, y los «Pobres Clérigos Regulares de la Madre de Dios y de las Escuelas Pías», llevarán la reforma calasancia a todos los países: «El estudio no es privilegio de las clases acomodadas; la piedad, virtud educativa por excelencia». ¡Pedagogía y paciencia! Sí. Los últimos toques a la obra maestra de José de Calasanz se los da el Divino Escultor con el cincel purificador del infortunio. No importa que Clemente VIII le bendiga, ni que Gregorio XV apruebe su Orden, ni que Urbano VIII le nombre General perpetuo. Las más bajas pasiones se conjuran en su contra, la intriga sorprende a la Santa Sede, e Inocencio X suprime la Orden en 1646. En el desamparo infinito de sus noventa años, el «Patriarca de los niños», el «Job de la Ley de Gracia», ve extinguirse la obra de todos sus afanes con la serenidad y fortaleza de un ángel. Y cuando la muerte viene a darle la última lanzada, desde la sima de su fracaso humano, sabe decirle a Dios con el corazón rebosante de fe y esperanza: «Aunque me mates, seguiré esperando en Ti».
¡Su reguero de luz se ha convertido en sol maravilloso!...