26 DE AGOSTO
SAN VÍCTOR O VITORES
SOLITARIO Y MÁRTIR (SIGLO IX)
¡LINDA flor de la tierra burgalesa! Santo de códice miniado, de áurea leyenda. Es un hombre de su tiempo —tiempo de reconquista espiritual y territorial—; un hombre de acción y contemplación, que piensa en el cielo y en la tierra. Vibra en él el alma de Castilla. Su nombre marca su destino: ¡Víctor!, ¡Vencedor!...
El pueblo de Cerezo —en la Bureba— donde florece, es en el siglo IX una importante villa de sesenta mil habitantes. Se llama Cerasia. Aquí, lo mismo que en el resto de España, halla la vesánica persecución de Abderramán II ancho campo para su odio y crueldad.
La Gracia y la naturaleza han adornado a Víctor de bellas condiciones, que la paterna educación cultiva y el estudio realza. Su juventud es sencilla, pura, estudiosa, pródiga en dádivas de amor al prójimo y en lecciones prácticas de virtud cristiana. Pronto sube las gradas del altar, y entonces el joven modelo se convierte en sacerdote santo, en predicador infatigable, en apóstol de fuego, en inflexible asceta, que no come carne, que duerme sobre una losa, que no lleva lino a raíz de su cuerpo, que trabaja sin reposo, que se muestra incorruptible a la adulación y a la alabanza, y a quien la violencia no. doblega, porque no conoce otro camino que el de su deber, el de la ley de Dios.
Pero como aún no está satisfecho de sí mismo y siente ansias del aura acendrada de la soledad, un día se hace anacoreta. Víctor reproduce en Oña la vida de los solitarios de la Tebaida y Egipto. Todavía se conserva la cueva donde cumplió su programa de perfección espiritual: testigo mudo de sus increíbles penitencias, de sus oraciones interminables, de sus sublimes contemplaciones...
Media el siglo IX. Abderramán II, en sus nuevas conquistas por el Norte de España, ha puesto sitio a Cerasia. La Plaza resiste denodadamente largo tiempo; más, al fin, hambrienta y apestada, va a sucumbir al filo de los alfanjes de Gaza Mahomed. Los cerezanos acuden confiados a Nuestra Señora de las Batallas, y con rogativas y penitencias hacen violencia al Cielo.
La respuesta llegó en forma maravillosa. Un ángel se apareció al solitario de Oña y le dijo de parte de Dios:
— ¡Paz a ti, Víctor! He aquí el mensaje que el Señor te envía: Cerasia, tu ciudad, sitiada por los mahometanos, está a punto de capitular. Date prisa a ir allá, pues Dios quiere que seas tú su libertador.
El Santo ha penetrado misteriosamente en la Ciudad. Su paso por las calles provoca una reacción violenta, milagrosa, y Gaza levanta el sitio. ¡Víctor —¡qué intrepidez tan española!— lleva su osadía hasta infiltrarse en el real enemigo y predicar a Cristo. Después, avisado por celeste voz, corre al peñón de las siete fenestras y libra milagrosamente de los sarracenos a las santas mujeres allí dedicadas al culto divino. Y todavía se atreve a volver al campamento agareno para proseguir su predicación. Su figura ascética, su voz arrebatadora y sus milagros, llenan de asombro a la morisma. Musulmanes y muladíes se convierten en crecido número. Pero los oficiales se alarman y, temiendo por sus vidas, dan orden de detenerle y llevarle a la presencia del jeque. Gaza Mahomed; enfermo de gota, se siente curado tan pronto como Víctor penetra en su tienda. Agradecido, ofrece a su bienhechor honores y riquezas; y recibe de él esta respuesta audaz:
— Los que servimos a Jesucristo no pretendemos otra recompensa que la eterna, a la cual no podéis aspirar vosotros, mientras no renunciéis a la doctrina del falso profeta Mahoma.
— ¿Cómo te atreves a decir eso en mi presencia, perro cristiano? — replica Gaza iracundo, herido en su fanatismo.
— Confieso a la Santa Trinidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
— ¿Por qué no te conviertes a Mahoma y adoras a Alah?
— Porque ese es el camino más recto para ir al infierno.
— ¡Blasfemo!, lavarás esta afrenta con tu sangre...
Las viejas crónicas hacen un relato emocionante del martirio de San Víctor, que no podemos reproducir aquí. Lo encierran en lóbrega mazmorra, donde sufre toda clase de privaciones, burlas y tormentos. Su presencia es luz que ilumina a cuantos le rodean. Su mansedumbre y fortaleza angélicas convierten a los verdugos. Entonces el jeque, enfurecido, manda degollarlos a todos. Víctor —temple de Castilla indómita—, a fuer de última gracia, hace una petición extraña, desconcertante: que le crucifiquen antes de decapitarle. Acceden asombrados. Tres días permanece en la cruz, predicando a Cristo y convirtiendo moros a la Fe. Al fin, es desclavado y materialmente arrastrado hasta Quintanilla de las Dueñas, donde un golpe de cimitarra le abre el cielo. Las crónicas narran grandes maravillas obradas por Dios en el lugar de su martirio, en Cubillas y en el santuario de San Víctor, cerca de Fresno de Riotirón. La más portentosa —y un poco macabra— es la que dice que el santo cuerpo del Mártir, ya tronco, se dirigió por su propio pie a Cerezo, llevando la cercenada cabeza en sus manos.
Víctor —¡Vencedor!— ganaba también batallas después de muerto. Su ejemplo iba a ser levadura milagrosa de nuestro sano espíritu de independencia frente a toda opresión de la conciencia racial y católica española. ¡Que no en vano había nacido en el corazón de España!...