viernes, 28 de junio de 2024

LA HUMILDAD. Dom Prospero Gueranger


 X DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Dom Prospero Gueranger

JUDÍOS Y GENTILES. — El Venerable Beda, en su comentario sobre este pasaje de San Lucas, explica el misterio de este modo: “El Fariseo, representa al pueblo judío, que, ufano de la ley, ensalza sus méritos; el publicano representa al pueblo gentil, que, alejado de Dios, confiesa sus pecados. El orgullo del primero hace que sea humillado; el otro, levantado por sus gemidos, merece ser alabado. Por esto se halla escrito en otro lugar de estos dos pueblos, como de todo humilde y de todo soberbio: “La exaltación del corazón precede a la ruina, y la humillación del hombre a su gloriosa exaltación“. No podría, pues, elegirse en el sagrado Evangelio una enseñanza que conviniere mejor que ésta después del relato de la ruina de Jerusalén. Los fieles de la Iglesia que la vieron, en sus primeros días, humillada en Sión ante la arrogancia de la sinagoga, comprenden ahora estas palabras del Sabio: Más vale ser humillado con los humildes, que tomar parte en el reparto de los despojos con los soberbios. Según otra expresión de la lengua del judío, aquella lengua que difamaba al publicano y condenaba al gentil, se convirtió en su boca como en una vara de orgullo que le ha castigado a su vez atrayendo sobre él la ruina. Mas la gentilidad, adorando la justicia vengadora del Señor y ensalzando sus bondades, debe evitar tomar el camino por el que se ha extraviado el pueblo infortunado, cuyo puesto ocupa ella. La culpa de Israel ha originado la salvación de las naciones, dice San Pablo, pero su orgullo sería causa de su perdición; y, mientras a Israel le aseguran sus profecías un retorno a la gracia, al fin de los tiempos, nada promete a las naciones vueltas a los crímenes después de su bautismo, una nueva llamada de la misericordia. Si ahora el poder de la eterna Sabiduría hace que los gentiles produzcan frutos de gloria y honor no por eso se olviden de su anterior esterilidad; entonces la humildad, que sólo puede conservarlos, como poco ha, atrajo sobre ellos las miradas del Altísimo, les será cosa fácil, y a la vez comprenderán la benevolencia de que, a pesar de sus pecados, debe ser rodeado el pueblo antiguo.

LA HUMILDAD. — La humildad, que produce en nosotros saludable temor, es una virtud que coloca al hombre en su verdadero lugar, en su propia estima, ya con relación a Dios, ya con relación a sus semejantes. Se basa en el conocimiento íntimo, causado por la gracia en nuestro corazón, de que Dios lo es todo en el hombre, y de la vacuidad de nuestra naturaleza, puesta por el pecado por debajo de la nada. La sola razón basta para dar a quien reflexione un instante, la convicción de la nada de toda criatura; mas en forma de conclusión puramente teórica, esta convicción no constituye la humildad, pues se impone al demonio en el infierno, y el despecho que le inspira, es el elemento más activo que excita la rabia de este príncipe de los orgullosos. No menos que la fe, que nos revela lo que es Dios en el orden del fin sobrenatural, la humildad, que nos enseña lo que somos en presencia de Dios, tampoco procede de la pura razón ni reside en sola la inteligencia; para que sea una virtud verdadera, debe recibir su luz de lo alto y mover nuestras voluntades en el Espíritu Santo. A la vez que hace penetrar en nuestras almas la noción de su pequeñez, el Espíritu divino las inclina suavemente a aceptarla, al amor de esta verdad, que la sola razón estaría tentada de considerar como algo importuno. Meditemos estos pensamientos; de este modo comprenderemos mejor cómo los mayores santos han sido aquí abajo los más humildes de los hombres, puesto que sucede lo mismo en el cielo, ya que la luz en los elegidos crece en proporción a su gloria. Junto al trono de su divino Hijo, como en Nazaret, Nuestra Señora es la más humilde de las criaturas, puesto que es la más iluminada y comprende mejor que los querubines y serafines, la grandeza de Dios y la nada de la criatura. La humildad es la que da a la Iglesia la confianza de que da pruebas en el Ofertorio. Esta virtud, en efecto, hace sentir al hombre su debilidad, a la vez que le muestra el poder de Dios, que tan presto está siempre a salvar a los que le invocan.