martes, 27 de septiembre de 2022

ERA LA MAÑANA DEL 20 DE SEPTIEMBRE DE 1918. Homilía de la fiesta de Padr...

ERA LA MAÑANA DEL 20 DE SEPTIEMBRE DEL AÑO 1918

Fiesta de San Pio de Pietrelcina 2022

 

Era la mañana del 20 de septiembre del año 1918. P. Pío había celebrado la santa misa en la iglesia conventual de san Giovanni Rotondo.

Su celebración piadosa, atenta y devota trasmitía sobrenaturalidad. Allí acontecía algo único, excepcional, que llenaba a las almas de paz, de alegría serena, de amor de Dios. Cada gesto, cada palabra del santo, cada rúbrica bien cumplida no dejaba ser un gesto de delicadeza para con el Amor de los amores y una catequesis para los fieles que los transportaba de la tierra al cielo. 

¡Cuántos de nosotros hubiésemos gustado asistir a la celebración de la santa misa celebrada por P. Pío! Pero, ¡no es algo imposible!, porque lo que hacía padre Pío no era una originalidad suya, solamente hacía lo que la iglesia quería, lo que la iglesia celebra en cada santa misa.

En cada altar, independiente de la santidad del sacerdote, por las palabras de la consagración, Jesucristo renueva sacramentalmente su sacrificio redentor, el sacrificio de la cruz. El pan se convierte en su Carne entregada por nosotros. El vino se convierte en su sangre derramada por nosotros para el perdón de los pecados.

 

¡Quién sabe esto, se da cuenta de cada misa es el acto más importante que ocurre sobre la tierra cada día! Porque en ella nos hacemos contemporáneos del Calvario y el Calvario se hace presente ante nosotros, si miramos con los ojos de la fe. Quizás nos parece una exageración, pero como decía p. Pío: “el mundo podría subsistir sin el sol, pero no sin la santa misa.”

Quién sabe esto, el misterio de la santa misa, no sólo se permite faltar un solo domingo y día de precepto, si no que hará todo lo posible por asistir cotidianamente, cada día, al Sacrificio de Cristo que nos obtiene el perdón de los pecados y las gracias necesarias para esta vida y conseguir la vida eterna. 

La santa misa no es una obra humana, no es una broma. Estamos ante el misterio del Dios hecho hombre que se hace presente como fruto de su sacrificio en la cruz bajo las apariencias de pan y vino para ser nuestro alimento y darnos vida eterna. 

“Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a la gente sencilla" San Mateo (11,25-27) Sólo los pequeños, los sencillos, los pobres de espíritu y los humildes son capaces de ver tras un velo tan sencillo como pan y vino, el amor y la misericordia de un Dios que quiere dársenos, ser todo nuestro y para nosotros ser todos de él.

Quién conoce este misterio, no puede asistir a la misa ni tratar las cosas santas, con rutina, frialdad, dejadez. Quién conoce este misterio no puede más que acercarse con temor y temblor, pero con confianza al trono de la gracia. Quién conoce esto necesita ambiente de silencio y oración, recogimiento, solemnidad sobria... Quién conoce esto, necesita adorar, ponerse de rodillas, prosternarse ante la majestad de un Dios que como en Belén se hace tan pequeño y tan vulnerable.

 

Perdonen esta divagación, pero hablar de p. Pío es hablar de su misa, es hablar del santo del sacrificio del altar... Él mismo decía:  “Cada santa misa escuchada con atención y devoción produce en nuestra alma efectos maravillosos, abundantes gracias espirituales y materiales, que ni nosotros mismos conocemos.”

 

 

Era la mañana del 20 de septiembre del año 1918. P. Pío había celebrado la santa misa. Y como era su costumbre subió al coro de la iglesia para la acción de gracias. ¡Cómo nos enseñan con su vida los santos! ¡Se preparan debidamente ante lo que van a celebrar, y celebrados los sagrados misterios prolongan su oración en la acción de gracias! Necesitamos esta lección de los santos, nosotros, hombres de lo inmediato y lo superficial... Necesitamos esta lección y aprender de la Virgen Santísima y de los santos: hemos de guardar en el corazón los misterios de Dios y hemos de meditarlos... Pues no podemos ser santos sin rezar, sin hacer oración... Si comprendiésemos esto y lo pusiésemos en práctica, con la ayuda de Dios, veríamos realmente milagros sorprendentes en nuestras almas: de tibios nos convertiríamos en almas enamoradas, de perezosos en almas diligentes, de quejicosos a ser almas agradecidos, en definitiva, de pecadores en santos… Y, ¿por qué no ocurre esto? Porque rezamos poco, porque rezamos mal. 

Fijaos: ¿Por qué comulgando todos los días no somos más santos? ¿Cómo recibiendo en nosotros al autor de la santidad y de la vida, andamos siempre languideciendo en nuestro ánimo? Porque no nos disponemos bien para recibir la sagrada Comunión, porque no somos suficientemente agradecidos.   

 

Perdonen nuevamente este excursus... pero ¡cómo no hablar de la oración al hablar de aquel que se definió a sí mismo como un pobre fraile que reza! Es más, de p. Pío, podemos decir lo que Tomás de Celano dijo de san Francisco de Asís: Padre Pío no era simplemente un fraile que reza, si no que era “un hombre hecho oración”. Y lo explica así el Papa Benedicto XVI: “el padre Pío se convirtió él mismo en oración, en cuerpo y alma. Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María. Así se explica la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de sentido práctico humano.”

 

Era la mañana del 20 de septiembre del año 1918. P. Pío había celebrado la santa misa. Y como era su costumbre subió al coro de la iglesia para la acción de gracias. Y allí, - él mismo lo narra-  “repentinamente fui preso de un temblor, luego me llegó la calma y vi a Nuestro Señor en la actitud de quien está en la cruz, lamentándose de la mala correspondencia de los hombres, especialmente de los consagrados a Él que son sus favoritos". En esto, continua el Padre Pío, "se manifestaba que Él sufría y deseaba asociar las almas a su Pasión. Me invitaba a compenetrarme en sus dolores y a meditarlos: y al mismo tiempo ocuparme de la salud de los hermanos. En seguida me sentí lleno de compasión por los dolores del Señor y le pregunté qué podía hacer. Oí esta voz: 'te asocio a mi Pasión'. Y en seguida, desaparecida la visión, he vuelto en mí, en razón, y vi estos signos –estas llagas- de los que salía sangre. No los tenía antes."

 

Desde aquella hora, el padre Pío queda convertido en el santo de los estigmas, en el crucificado sin cruz. Y quizás sea esto, junto con tantos otros dones extraordinarios que recibió p.Pío, lo que más nos llame la atención… pero si vamos al evangelio, a la teología espiritual, todos hemos de identificarnos, transfigurarnos en Cristo, y éste Crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos, pero para nosotros, fuerza y sabiduría de Dios. Es la cruz la que salva el mundo.

Lo que padre Pío experimentó en su cuerpo físicamente taladrado como el Divino Salvador con llagas sangrantes y dolorosas, es lo que cada cristiano estamos llamados a ser: discípulos de Cristo. No simplemente como alguien que escucha, o es seguidor curioso de alguien, sino como aquellos que estamos llamados a una misma vida, a unión total.

Padre Pío, fue tan generoso y perfecto en el seguimiento de Cristo, que hubiera podido decir  con san Pablo: “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19).

 

Queridos hermanos: La cruz, todo aquello que nos causa sufrimiento, sea cual sea como le llamemos o del modo que se haga presente forma parte de la vida. Generalmente nosotros nos esforzamos en huir de ella, negarla, quedamos paralizados por el miedo, o en el mejor de los casos la aceptamos porque no queda más remedio. Pero p. Pío como los sencillos a los que Dios se revela comprende el misterio de la cruz y que sin ella, no hay resurrección, no hay gloria. Por eso, pidiendo fuerza al cielo, hemos de abrazar la cruz.

El mismo Padre Pío nos lo dice: No queremos persuadirnos de que nuestra alma necesita el sufrimiento; de que la cruz debe ser nuestro pan de cada día. Igual que el cuerpo necesita alimentarse, así el alma necesita día tras día de la cruz, para purificarse y separarse de las criaturas. No queremos comprender que Dios no quiere, no puede salvarnos ni santificarnos sin la cruz, y que cuanto más atrae a un alma hacia sí, más la purifica por medio de la cruz (P. Pío – Ep. III, p. 123).

Y así, como dice P. Pío a una dirigida suya: Tu predicación –hoy que se nos habla tanto de testimonio- será la inmolación continua de ti misma, el ser en todas partes como una delicada aparición y como la sonrisa de Dios.”

Ante el altar de Dios, por intercesión de P. Pío presento todas vuestras intenciones y necesidades. Que él desde el cielo, nos consiga la bendición de Dios. Que así sea.