5 de septiembre. San Lorenzo Justiniano, obispo y confesor
Lorenzo, veneciano, de la ilustre familia Justiniani, se distinguió desde niño por su gravedad de costumbres. En su juventud se santificó con las prácticas de la piedad más ferviente, y llamado por la divina Sabiduría a los castos desposorios con Cristo, se propuso saber el instituto en que debía consagrarse. Deseando prepararse para esta nueva milicia, se impuso, entre otras mortificaciones, la de dormir sobre duras tablas. Un día en que consideraba los placeres del mundo y un matrimonio que su madre le había preparado, y por contra, las rudas asperezas del claustro, fijando la mirada en la imagen de Cristo crucificado, exclamó: “Vos, sois, oh Señor, mi esperanza, en Vos hallaré mi consuelo y mi fortaleza”. Ingresó, pues, en los Canónigos de San Jorge en Alga, donde, para encontrar nuevos medios de mortificación, se puso a luchar contra sí mismo como si se tratara del más temible enemigo, llegando a prohibirse poner los pies en el jardín de su casa paterna, cuyo umbral sólo atravesó para cumplir con su madre moribunda los deberes de piedad filial, lo cual hizo sin derramar ninguna lágrima. Como su espíritu de penitencia, era su celo por la obediencia, la mansedumbre y la humildad, que le movía a solicitar los más bajos empleos del monasterio, a mendigar en los lugares donde recogía menos abundancia de limosnas que burlas, y a soportar en silencio las injurias y calumnias. Gracias a su constante oración, en donde se le solía ver en éxtasis, su corazón ardía en tan vivos ardores, que aun los más vacilantes de sus hermanos, se sentían movidos a perseverar en el amor a Jesucristo.
Eugenio IV le designó para ocupar la sede episcopal de Venecia, haciendo Lorenzo todos los esfuerzos para declinar este cargo, en cuyo desempeño se hizo acreedor de grandes alabanzas. Nada cambió en su modo de vivir; conservó en su mesa, mobiliario y su lecho la misma pobreza de siempre, y no tomó más que unos pocos criados, alegando que tenía una gran familia: los pobres de Jesucristo. Estaba siempre a la disposición de todos, prodigando su caridad paternal e, incluso, cargándose de deudas para aliviar las indigencias. Cuando se le preguntaba con qué contaba, respondía: Con mi Señor, que podrá fácilmente pagar mis deudas. Su confianza nunca se vio defraudada por la divina Providencia, según lo demostraban los socorros que llegaban a él inesperadamente. Construyó varios monasterios de vírgenes, a las cuales formó con su vigilancia en la práctica de la perfección; puso empeño en arrancar a las señoras de las pompas del mundo y de la vanidad en el vestir, y se consagró a la reforma de las costumbres y disciplina del clero, mereciendo el elogio que de él hizo ante los cardenales el papa Eugenio, al proclamarle la gloria y prez del episcopado; fue nombrado por Nicolás V, primer Patriarca de Venecia, cuando este título fue transferido de Grado a esta ciudad.
Con el don de lágrimas, Lorenzo ofrecía cada día al Dios todopoderoso la hostia de propiciación. En una noche de la Natividad del Señor, mientras celebraba la santa Misa, contempló a Jesucristo bajo el aspecto de un gracioso niño. Eran tan eficaces sus oraciones por el rebaño a él confiado, que, según manifestación de lo alto, la República debió su salvación a la intercesión y méritos de su prelado. Dotado del don de profecía, anunció acontecimientos imposibles de previsión. Con sus oraciones logró curar a los enfermos y expulsar los demonios. Compuso libros llenos de doctrina celestial y de unción piadosa, aunque apenas conocía las reglas del estilo. Se vio, al fin, acometido de una enfermedad mortal, y como sus criados, en atención a su edad, le preparasen una cama más cómoda, la rehusó porque le parecía contrastar mucho con la dureza de la cruz donde expiró el Salvador, y quiso que le pusieran en su cama habitual. Viendo acercarse su fin, exclamó: A ti me voy, oh buen Jesús. Y, el 31 de enero, se durmió en el Señor. Su muerte fue preciosa delante de Dios. Lo demostraron los conciertos angélicos que pudieron oír unos cartujos, y también la conservación de su cuerpo, que permaneció íntegro e incorrupto, exhalando un suave perfume y conservando el color en su faz, durante más de dos meses que tardó en sepultársele; lo demostraron, por último, los nuevos milagros tras su muerte. En vista de tales prodigios, Alejandro VIII le canonizó, e Inocencio XII fijó su fiesta en el día cinco de septiembre, en que el Santo tomó posesión de su sede episcopal.
Oremos.
Te pedimos, Dios todopoderoso, que al celebrar la fiesta de San Lorenzo, obispo, aumente nuestro celo por servirte, y crezca en nosotros tu obra de salvación. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. R. Amén.