28 DE FEBRERO
SAN ROMÁN
FUNDADOR (HACIA 390-460)
HÉROE de Cristo llama a San Román un gran amador suyo. Título extraño, si se tiene en cuenta que todos los santos son necesariamente héroes. Pero es que hay ambientes y momentos históricos en que, por contraste, el perfil de la santidad —o de la heroicidad— se destaca con mayor nitidez y se nos ofrece de una manera más sorprendente y cautivadora.
Si alguna época ha habido inconciliable —no ha habido ninguna— con la práctica de los consejos evangélicos, ésta fue el siglo IV, cuando los pueblos bárbaros salidos de los bosques de Germania, de las márgenes del Volga, del Tánais y del Borístenes, barrieron la civilización de varias centurias en medio del caos más espantoso que conoce la historia humana...
La vida de Román se desarrolla en esta sociedad corrompida, que él viene a socavar en sus cimientos con la austera moral del Evangelio. Nada en el primer tiempo de ella presagia su gran misión futura. Nace en un pueblecito ignoto de la provincia secuanesa, hollado también por el invasor. Humilde cuna mece sus primeros vagidos. No frecuenta ningún centro de instrucción; pero en la escuela de un hogar cristiano y honesto cobran vigor sus brillantes cualidades innatas. Ya en la cumbre florida de la juventud —florida de azucenas, pese a la inmoralidad reinante—, le brota en el alma esa ansiedad imprecisa de perfección que más tarde concretará nuestro San Juan de la Cruz en una estrofa del Cántico Espiritual:
Buscando mis amores iré por esos montes y riberas...
Era la voz íntima y acariciadora de la Gracia que le invitaba a la total renuncia del mundo. Tenía treinta y cinco años y todavía no había metido su vida por los carriles de la Providencia, la cual le destinaba a encender en el extremo oriental de las Galias un nuevo foco de vida monástica y religiosa, a ser —constructor de una nueva socie dad— el fundador y primer abad de la célebre abadía de Condat, árbol vigoroso y fecundo que cubrirá con sus ramas gigantes la llamada «Tebaida francesa» durante trece siglos...
Ahora Román —en rasgo de humilde ofrecimiento a Dios— se ha retirado a un monasterio próximo a Lyon, donde el abad Sabino ha puesto cátedra de santidad. A su lado se inicia en la vida monacal, pero sin colmar sus anhelos:
Mi Amado, las montañas, los valles solitarios, nemorosos...
La exuberancia de su carácter, pletórico de fuego y vida, le incita a apetecer aquella soledad que fuera en la Tebaida y en Egipto ígneo crisol de grandes almas. Su desierto serán los bosques impenetrables del Jura. Su equipaje, un viejo manuscrito de la Vida de los Padres del yermo, algunas herramientas y unos cuantos puñados de Semillas. Se establece en un lugar llamado Condat, en la confluencia de dos riachuelos —el Tacón y el Binne—. En medio de una soledad impresionante, lejos de las suspicacias de los hombres, comienza a desarrollar su programa con exaltada devoción: oración, penitencia, lectura, trabajo manual. Se alimenta con frutas silvestres y un añoso abeto le da cobijo.
Así pasaron los años sin que nadie se atreviese a turbar la armonía de aquella existencia prodigiosa. Pero una tarde, al caer el sol, vio Román asombrado acercársele un hombre: era su hermano Lupicino, a quien el dedo de Dios había señalado también el camino del desierto. Pronto se entabló entre ambos una santa rivalidad y escalaron las cumbres místicas donde Dios es luz y amor. Sin embargo, la hora de las tinieblas llegó.
Estaban arrobados en oración. De repente, se vieron agredidos por una lluvia de piedras, arrojadas por mano invisible. El fenómeno se repitió varias veces, hasta dejarles malheridos. «Sin duda quiere el Señor que vayamos a otra parte» —se dijeron—. Y se fueron en busca de morada más apacible. En el camino hicieron alto en la casa rústica de una pobre mujer. «¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Adónde vais?» —inquirió curiosa la anciana—. Román y Lupicino le refirieron humildemente la causa de su huida.
— ¡Cómo! —exclamó ella — ¿Es ese un motivo razonable para abandonar el servicio de Dios? Sólo quien perseverare hasta el fin se salvará...
Román y Lupicino, avergonzados, desanduvieron el camino de Condat. En lo sucesivo nada pudieron contra ellos las maquinaciones infernales. El aire puro de las cimas difundió el perfume de aquellas flores del desierto. Surgieron los imitadores. Se erigieron monasterios bajo las austeras observancias de Lerins y las Instituciones de San Juan Casiano. Los dos santos hermanos compartían la dirección de los cenobitas, y una hermana suya dirigía en las inmediaciones una numerosa comunidad de monjas. Lupicino era rígido, austero, exacto; Román, todo mansedumbre y ponderación; ambos se completaban para formar el tipo perfecto de superior. El milagro —fue famoso el de la curación de nueve leprosos hecha por Román cerca de Ginebra— floreció también en los ámbitos de Condat, y el nombre del Santo voló por toda Europa en alas de la fama. De esta manera nació una de las comunidades monásticas más florecientes de todos los tiempos, foco de fecundidad colonizadora.
El Héroe de Cristo alcanzó una ancianidad venerable. Su muerte —sencilla y majestuosa como un rito litúrgico— tuvo la elegancia de una investidura celestial.