04 DE FEBRERO
SAN ANDRÉS CORSINO
OBISPO DE FIÉSOLE (1302-1373)
FLORENCIA. Año 1321. El ilustre vástago de los Corsini entra en la iglesia de los Padres Carmelitas y cae hecho un ovillo a los pies de la Madonna. Pasà una hora, dos, tres. Ahora se le acerca un fraile:
—¿Desea algo, caballero?
—Sí, quisiera hablar con el superior — responde el joven desgarbadamente.
El religioso le ha acompañado hasta la celda prioral. —Padre, vengo a pediros el hábito.
—¿Te llamas?
—Andrés Corsini.
Andrés Corsini. repite reticente el Prior queriendo hacer memoria. No le es. fácil simular su extrañeza. Ha oído tantas cosas de Andrés Corsini...
Andrés dilucida su historia, que más parece novela.
Hijo de aristocrática familia florentina, sus padres —Monna Peregrina y Nicolás Corsini— habían estado largo tiempo sin sucesión. Un día; oyeron durante un sermón esta sentencia de la Biblia: «No tardes en ofrecer a Dios los diezmos y primicias». Allí mismo formularon la promesa de consagrar al Señor el primer fruto de su matrimonio. El Cielo escuchó su plegaria, y el 30 de noviembre de 1302 venía Andrés al mundo. La víspera de su nacimiento tuvo Monna un sueño misterioso: le pareció que daba a luz a un lobo, el cual se trocaba en cordero al entrar en una iglesia... Lo demás es bien conocido en toda Florencia: juego, caza, poesía, amor, desenfreno... Ha sido un verdadero hijo de su siglo, un devoto del Corbaccio y del Decamerone, un encarcelado en el Laberinto de amor; frívolo, osado, violento, roto. La pasión, la libertad y el dinero han agostado prematuramente en su alma la sana semilla sembrada por una madre santa y, hasta el presente, sólo puede gloriarse de haber sido «el lobo» de. la visión materna. No tiene otra recomendación que sus aventuras, sus locos amores, sus orgías nocturnas, sus despilfarros... y las lágrimas ardientes y confiadas de Monna Peregrina — nueva Mónica — que al fin, han horadado la roca dura de su corazón...
El bueno del Prior se ha quedado de piedra. Le cuesta dar crédito a sus ojos. ¿Cómo providenciar en asunto tan delicado? Opta por aconsejar al joven que lo medite con más detenimiento. Pero Andrés se arroja a sus pies y es admitido en plan de prueba.
Al día siguiente, se personaron sus padres en el convento. «Siempre ha de ser loco este hijo mío —exclama ella —; con todo, prefiero este género de locuras». Y piensa alborozada si no habrá llegado el momento en que el lobo simbólico se convierta en cordero.
Así fue. Andrés tuvo que luchar. La carne tiraba de las traíllas. Sin embargo, la pasión no logró oscurecer la luz de la gracia. Vistió el hábito del Carmen, y el noble galán se perdió para siempre en el anonimato del pardo capuchón. La vida e imitación de Cristo fueron su norma. Barría, fregaba, servía a los demás. Amaba con delirio la humildad; se disciplinaba despiadadamente; obedecía con alegre gesto; estudiaba sin desmayos. La santidad se transparentaba en todas sus miradas, palabras y acciones, De vez en vez, recorría las calles florentinas con un cestillo colgado al cuello pidiendo limosna para sus hermanos y para los pobres. Apenas se atrevía a levantar los ojos. La gente, al reconocerle, se sonreía burlonamente, y hasta sus propios parientes y amigos se avergonzaban de él. Andrés sentía holgura de espíritu en aquel nuevo camino de humillaciones y desprecios. «Mi Señor Jesús —decía — injuriado, no injuriaba; abrumado de dolores, no se quejaba».
El año 1328 recibió, con el sacerdocio, nuevos alientos y favores. Celebrando su primera misa, se le apareció la Virgen' María y le dijo: «Tú eres mi siervo; yo me gloriaré en ti».
El camino que recorre a partir de este momento le conduce indefectiblemente al cumplimiento de tan regalada promesa. Primero predica con gran celo en Florencia. De Florencia pasa a París, donde se gradúa de doctor y realiza varios milagros. Regresa, y es elegido Prior. En 1349 aquista el vértice supremo de la jerarquía, al ser colocado en la sede episcopal de Fiésole.
A Andrés, humilde sin mojigaterías, las dignidades no le dan vértigo. A medida que sube por ellas se acrisola más su humildad. El Obispo no ha dejado de ser «Fray Andrés»: reza a diario los salmos penitenciales, duerme sobre unos sarmientos, se ciñe con gruesa cadena, medita la Escritura, pasa las jornadas, y hasta las noches, entregado de un modo absorbente a los trabajos del ministerio pastoral, sin concesiones para el cuerpo, sin un solaz para la mente fatigada. La caridad es el rasgo que se destaca en esta época de su vida con más fuerte relieve. Como San Gregorio Magno, lleva lista de todos los pobres que conoce, para poder atenderlos mejor. Premio de esta caridad heroica son la multitud de milagros que brotan al contacto de sus manos mansas-y puras, en las que los panes se multiplican frecuentemente.
Urbano V —pariente suyo— lo puso al frente de la Nunciatura de Bolonia en un momento crítico, donde realizó una meritísima labor pacificadora.
Pero Andrés presentía que se acercaba el término de su viaje. La Virgen le anunció Que vendría a buscarle el día de Reyes. Fue un regalo de Reina que arrancó a su alma, en el postrer instante, el letificante Nunc dimittis. ¡Qué hermoso sentirse así justificado!