domingo, 9 de febrero de 2025

EL SEMBRADOR DE LA CIZAÑA. Fray Justo Pérez de Urbel

 


QUINTO DOMINGO DE EPIFANIA

El sembrador de la cizaña

Fray Justo Pérez de Urbel

El reino de los Cielos, la muchedumbre de los fieles que forma la Iglesia, es el campo en que trabaja Cristo, el Divino Sembrador, para recoger la mies que ha de llenar las trojes eternas. Su tarea es una lucha continua e inexorable contra lo inculto, lo informe, lo anticristiano. En el campo hay piedras, abrojos, crecidas y fuerzas destructoras de toda clase. Pero el sembrador tiene, sobre todo, un enemigo que le acecha y le combate y se esfuerza por inutilizar todos sus trabajos. Y el campo de la mies se convierte en un campo de batalla, en un terreno donde se desarrolla, con sus altos y sus bajos, la lucha de los dos principios contrarios, en un caos del cual lentamente, penosamente, van surgiendo el orden, la belleza y la vida. Pero todo está previsto. Cuanto el odio y la envidia y la venganza pueden imaginar, debe temerse para ese campo de contradicción. Los peligros se suceden a los peligros, y los sobresaltos a los sobresaltos; todas las precauciones son pocas, y el menor descuido pudiera dar al traste con la cosecha. Hay que vivir alerta, trabajar sin descanso y estar dispuesto a convertir la azada en arma de defensa, porque el enemigo ronda siempre la finca dispuesto a escalar la tapia. Justo es lo que nuestro Señor quiso inculcarnos de una manera sensible con la parábola impresionante del sembrador de la cizaña. El código penal de los romanos preveía este delito:

cuando un campesino quería mal a otro, espiaba el momento en que se arrojaba la simiente en la tierra, y se dirigía detrás de él, aprovechando las tinieblas de la noche, y sobre el trigo recién sembrado arrojaba la semilla menuda y maléfica de la cizaña. Era reducir a la miseria al pobre propietario. El suelo quedaba infestado para mucho tiempo de aquella mala hierba, cuyo grano, mezclado con el grano del trigo, daba un pan nocivo y amargo, producía vértigos, provocaba nauseas, causaba desmayos y hacia aparecer todos los síntomas de la embriaguez. Tremulenta o embriagadora llamaban los latinos a la cizaña, y los franceses expresan los dos conceptos con una palabra casi idéntica: ivraie (cizaña), ivresse (embriaguez).

Esta parábola de la cizaña intrigó vivamente a los Apóstoles. En ella descubrían una doctrina confusa que les llenaba de inquietud, pero no sabían a punto fijo quien podría ser el buen sembrador, ni el malo, ni la cizaña, ni la buena semilla. Cuando se quedaron a solas con su Maestro, le rodearon impacientes, pidiéndole que les descifrase aquella comparación enigmática. Entonces Jesús les dijo: "El sembrador de la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo. La buena semilla son los hijos del reino. La cizaña son los hijos del Malo, el enemigo que la siembra es el demonio, la época de la recolección es el fin de los tiempos, y los segadores son los Ángeles."

Es nuestro Señor quien lo dice: en el mundo hay un genio maléfico, sembrador de cizaña, trasformador del orden y mutilador maldito de llantos y miserias. Los historiadores, que solamente narran los hechos externos, pueden prescindir de él; pero por poco que analicen la psicología de sus personajes, tendrán que convencerse de su vasta y siniestra influencia y confesar, coma uno de ellos, que, o existe el diablo en la Humanidad, o cruzan la tierra miles de diablos en forma humana. La parábola evangélica le da dos nombres que nos reflejan los rasgos característicos de su fisonomía. Le llama el Malo y el Enemigo. Es el Malo, porque, al rebelarse contra Dios, escogió el mal y fijó en él su voluntad para siempre. Es el enemigo porque su sino está en la lucha, en la enemistad, en el odio al bien. Aborrece a Dios, porque es la fuente de todo bien; aborrece al hombre, porque, después de él, es la más bella obra de Dios. Un odio implacable le consume las entrañas, un odio que se nutre en la más violenta y amarga de las pasiones, en la envidia, y se estimula sin cesar con la conciencia dolorosa de la desgracia y la visión de la felicidad ajena. Ese hombre, que es inferior a él por la naturaleza, se ha convertido en hermano del Dios a quien el abandonó; tiene un alma que, iluminada por la gracia, parece un fiel retrato de la belleza divina, y, para mayor bochorno, va a ocupar en el Cielo el trono que dejó vacío su caída. Es preciso entorpecer su camino, manchar esa imagen de Dios, arrancar las almas a Cristo, cerrar el Cielo, abrir el infierno, arrojar piedras al jardín de Dios, destruir sus plantaciones, derramar el mal, apagar la luz, sembrar la cizaña, apagar las fuentes de la alegría. He aquí su oficio en la tierra. Su contento es hacer daño.

El primer ataque fue una victoria: sembró en el paraíso terrenal, y hace muchos siglos que el género humano está recogiendo tempestades de llanto. Homicida desde el principio, continúa su obra de muerte a través de las generaciones: arma el brazo de Caín, propaga la idolatría, inspira los errores de 1os filósofos, atiza las discordias, enciende las ambiciones de los tiranos, se goza, como los buitres, en la carnicería de las guerras, envidia la felicidad de Sara, tienta a Job y le reduce a la última miseria, entra en el corazón de Judas, envenena los consejos de los fariseos, pide licencia para "cribar" a los Apóstoles, y viendo en la Iglesia el organismo oficial establecido por Dios para salvar, se empeña contra ella en un duelo a muerte, que después de veinte siglos prosigue con la misma saña. "Desdichado del mundo -decía una voz que San Juan oyó tronar en el cielo, porque Satán ha descendido a vosotros." Y San Pablo exhortaba a los fieles con estas palabras: "Revestíos de las armas de Dios, porque no tenemos que habérnoslas con enemigos de carne y sangre, sino con Principados y Potestades, con espíritus que están llenos de malicia y pueblan los espacios."

Como la cizaña, la semilla de este sembrador perverso tiene apariencias agradables, pero sus efectos son desastrosos: embriaga, aturde, marea, enloquece, da vértigo, abrasa la sangre y obscurece la razón. Así descubrimos un rasgo más del demonio. Mejor dicho: nos le había descubierto ya Nuestro Señor: "Es el mentiroso y el padre de la mentira: no hace más que engañar." El paganismo, con todos sus errores, con sus groseras supercherías, con sus crímenes, con sus crueldades, con las abominaciones de su culto, tuvo en él su origen; y él es el instigador de los escándalos, de las herejías, de los cismas, de las persecuciones que constantemente sufre la Iglesia. Más de una vez se presentó en forma visible a los perseguidores. En el mundo no hay más que dos campos o dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad de Satán, el reino de la luz y la verdad y el bando del error y las tinieblas. Mona de Dios, Satán emplea para perder a los hombres los mismos medios que Dios tiene para salvarlos. También Él envía sus apóstoles, sus predicadores, sus profetas, sus taumaturgos y sus doctores y los derrama por el mundo para sembrar la cizaña, para seducir a los incautos con el sofisma, con la ilusión, con la mentira, con sortilegios y apariencias de milagro, con todas las ambiguas prácticas del ocultismo, del espiritismo y del satanismo.

Así es de sombrío el panorama que nos descubre la parábola del maldito sembrador nocturno. Sin embargo, no hay motivo para desmayar. Sería impiedad negar su existencia, y necedad negar su influjo; pero Dios está con nosotros, y el ángel bueno nos defiende. La llave del castillo, nuestra voluntad, está en nuestras manos. Se renovaran, sin duda, los asaltos, pero nadie puede entrar sin nuestro consentimiento. Sin la pereza y la dejadez de los hombres, ese enemigo no sería tan poderoso, ni merecería el título de príncipe de este mundo que le da la Escritura. El discípulo que encadenó al fuerte con un poder más fuerte aun que el suyo y le arrojó de su reino, sabe que nunca será tentado por encima de sus fuerzas. El fuerte, es verdad, no descansa nunca; vaga sin cesar en torno nuestro buscando a quien devorar y espiando el menor descuido en la plaza; pero solo puede amenazar. La fe nos dice que Cristo le ha encadenado y así permanecerá hasta el fin de los tiempos. Que le teman los que no creen, los que, apagada la lámpara santa de la fe, imaginan en todas partes espíritus misteriosos y necios fantasmas. El creyente, en cambio, puede hasta reírse de él; pues su condición es tal, dice Santa Teresa, que tiembla como un azogado delante de aquellos que no le temen.