martes, 11 de febrero de 2025

12 DE FEBRERO. SANTA EULALIA, VIRGEN Y MÁRTIR

 


12 DE FEBRERO

SANTA EULALIA

VIRGEN Y MÁRTIR

Es la Era de los mártires. El horizonte del siglo IV brilla con arreboles de sangre cristiana. Diocleciano, «emperador victorioso de la impiedad nazarena», como rezan las medallas Que él mandó acuñar, se apresta a despachar rescriptos de proscripción contra los adoradores de Cristo por todos los extremos del Imperio. Dios distribuye también a manos llenas palmas y coronas en la España Tarraconense. A la sombra que proyecta la cruz plantada por Santiago sobre el monte Taber, brotan flores de martirio bajo la férula violenta de Daciano. Los nombres ilustres de Narciso, Félix, Víctor, Anastasio y Fructuoso —entre otros mil— quedarán escritos para siempre en el Libro de la vida y pasarán a la historia como ornamento de la Iglesia española, como testimonio valiente y veracísimo de la fe y el amor de un pueblo inderrocable…

Justamente en Barcino le aguarda a Daciano la mayor sorpresa.

No lejos de la Ciudad, en la quinta de sus padres Fileto y Leda —del orden senatorial—, espera Eulalia, febril, la hora de poder mostrar su fidelidad a Cristo. ¡Qué perfiles más emotivos y vigorosos los de esta frágil jovencita de quince primaveras! Su solo recuerdo es un acicate irresistible que llena el alma de jubilosas ambiciones a lo divino.

Eulalia tiene vocación de mártir. Muy niña todavía —a edad casi inverosímil— ha tomado por esposo a Jesucristo y —el corazón en ascua— le ha ofrendado heroicamente su vida. «Señor, si me queréis feliz, consentid en que muera crucificada como Vos». Y Jesús ha aceptado su mano tímida y blanca y le ha dado una cruz en dote.

Nacida para ser la augusta primicia de Barcelona y ejemplo de fortaleza cristiana, no recata lo que es, aunque ello constituye una nota de infamia y lleva implícita la pena capital. «Amaba a Cristo con toda el alma —dicen su Pássio y el Leccionario Barcinonense— y era para las otras doncellas norma cierta de salvación». «Su devoción —comenta San Ambrosio — era mayor de lo que suponía su edad, y su virtud sobrepasaba cuanto cabía esperar de su débil naturaleza». El amor a los pobres la lleva a desprenderse de todas sus joyas en favor de ellos. «¿De qué me sirven mis alhajas? ¿Acaso para adornar con ellas mi sepultura? ¡No! Una virgen cristiana no necesita otro ornato que una palma». En gracia de su caridad —dice la leyenda— se verificó entre los pliegues de su halda la primera versión del milagro de las rosas. Pero este tinte de santidad que aureola su infancia va a brillar pronto sobre sus sienes trocado

en halo de gloria...

Según la inscripción gótica de su actual sepulcro —en la Catedral de Barcelona—, debió de ser hacia el año 304.

Hora del gallo. Todos duermen. Sólo Eulalia vela. «¡Adiós, padres queridos! Voy a morir. Dios me llama. He de dejar bien sentado mi nombre».

Nadie la ha visto salir de casa. Su figura grácil se pierde en las sombras. Marcha ligera, alegre; iluminada. La guía un impulso superior y nada podrá detenerla: ni las tinieblas de la noche, ni la delicadeza de su sexo, ni Su corta edad, ni la distancia, ni el amor filial...


Ha llegado al tribunal que Daciano tiene establecido en la cima del Taber, al tiempo que un grupo de cristianos es compelido a sacrificar. Eulalia —«la bien hablada»— se presenta ante el Prefecto en un arranque fiero de originalidad: «¡Juez de la injusticia y de la falsía! ¿Cómo te sientas en ese lugar preeminente sin temor del Altísimo? ¿Cómo osas derramar la sangre inocente de los que desobedecen tus inicuos mandatos? Uno solo es el Dios de las alturas, al cual todos los hombres, creados a su imagen, deben adoración, porque es Rey de reyes y Señor de señores».

La Virgen se ha quitado el manto. Está bellísima, transfigurada. Sus ojos hieren al tirano en los suyos como tea deslumbradora.

— ¿Y quién eres tú que, no contenta con venir a mi tribunal sin ser llamada, te atreves a injuriar al lugarteniente de los Emperadores?

— Yo soy Eulalia, sierva de Jesucristo, único Rey del universo digno de adoración. Confiada en Él he venido a reprender tus injusticias.

— Atad a esa loca y azotadla hasta que sacrifique.

La Mártir no exhala una queja. La luz de una gloriosa confesión sale de

sus labios hecha plegaria: «Señor mío Jesucristo, oye a tu sierva. Perdona mis culpas y confórtame en esta hora, para que sea confusión del demonio y de sus ministros».

El heroísmo encantador de la doncella enciende la ira del tirano.

Eulalia es colocada en el ecúleo, arañada con férreos garfios, abrasada con plomo derretido, revolcada en cal viva...

Mas el amor triunfa sobre el dolor, y a sus labios se asoma la sonrisa de la victoria, porque siente en su carne, con grato asombro, el poder de Dios, que la saca incólume de todos los tormentos.

Brama Daciano, viéndose vencido por tan tierna niña, y, ebrio de venganza, da orden de crucificarla y degollarla. Dios le cumplía los deseos de su corazón...

Barcelona recuerda aún la plegaria que en su boca interrumpió la muerte, mientras el alma volaba al cielo bajo la forma de una paloma blanca: «Dios mío, recibid mi alma; os la entrego pura como me la disteis. Bendecid a mis padres y también a Barcino, mi patria querida...».