21 DE FEBRERO
BEATO PIPINO DE LANDÉM
ESPOSO DE SANTA IDA (580-640)
EN la historia político-religiosa de Francia ocupa un puesto relevante el Beato Pipino de Landén, llamado por los cronistas coetáneos «trono de sabiduría, tesoro de los consejeros, sostén de las leyes, término de las contiendas, adalid de la Fe, antemural de la patria, honor de la Corte, espejo de funcionarios y norma de reyes»
Hijo del duque de Brabante, Carlomán, y de la princesa Ermengarda, nace destinado a ser el tronco de la dinastía carolingia —padre de héroes y de santos— y la providencia visible de tres reyes: Clotario II, Dagoberto y Sigeberto de Francia. No obstante, puede decirse que su excepcional personalidad —sorprendente equilibrio entre lo humano y lo divino— no entra en el campo de la historia hasta su elevación a la jefatura —major domus— de la Casa real de Neustria...
Asistimos a una hora turbulenta de la Humanidad. En Europa imperan la ferocidad y la barbarie. Clotario II —rey de los francos y digno fruto de la desalmada Fredegunda— es un hombre sin escrúpulos, desnaturalizado y truculento, capaz de mandar matar a todos los prisioneros sajones cuya estatura sobrepase la longitud de su espada, si no miente la historia. En medio de este ambiente, en que se ve a los descendientes de Clodoveo matarse unos a otros, la actuación de un consejero prudente y santo puede ser decisiva. Este es el puesto y la misión de Pipino de Landén.
No se contenta el Mayordomo de Palacio con el mudo reproche de su conducta incorruptible, de su dulce y moderativa influencia; aconsejado por San Arnulfo, aún osa acercarse al Monarca para reconvenirle con noble entereza. Y aquella naturaleza bárbara, siquiera al fin de sus días, siente horadado el corazón por la gota de la santa impertinencia de su Ministro, y se torna amable y bondadoso, amigo de los pobres y protector magnífico de las letras, de las artes y de las iglesias.
A Clotario le sucede su hijo Dagoberto I, «el rey torrente». Pipino sigue en su puesto providencial. Ahora su intervención va a ser más decisiva. Vehículo de la gracia divina, hombre de método y perseverancia, todo voluntad y acción, conseguirá un triunfo sin precedentes sobre el alma salvaje del nuevo Rey. Con hábil política llega a reunir —caso único en la historia— un Consejo real formado casi exclusivamente por Santos: San Eloy —intendente de la casa de la moneda—; San Odeno —tesorero del reino— San Arnulfo, San Cuniberto, San Amando de Maestricht, San Germer, etc., forman parte de tan original asamblea. A la luz de estas luminarias, acomete Pipino una reforma social que habrá de merecer al Monarca el título de «Salomón de las Galias»: revisa y unifica la legislación vigente; sustituye las costumbres bárbaras por las suaves enseñanzas evangélicas; proclama los derechos de la clase obrera y la abolición de la esclavitud, e inaugura, en suma, una nueva civilización para Francia. Y como «rezar también es gobernar» — en frase de Cisneros—, a sus requerimientos se multiplican los monasterios que, con su laus perennis, son los baluartes principales del reino. El más célebre de todos es la abadía de San Dionisio, futuro panteón de los reyes franceses.
Este hombre singular que parece absorbido por los negocios de Estado, Sabe hallarse en la vida íntima del hogar ese aliento vital que da calor a todas sus empresas y le ayuda a cumplir felizmente su difícil misión. Su casa es un vergel de santidad en el que florecen para el cielo su esposa, Santa Ida, y sus dos hijas, Santas Gertrudis y Begga, «honor y gloria de su raza». De él —padre y esposo perfecto—dice el biógrafo que «iba descalzo cada mañana a pedir la absolución a San Arnulfo».
Pipino goza en vida de un prestigio enorme. Dagoberto lo elige entre una pléyade de Santos como preceptor de su hijo Sigeberto, rey de Austrasia, del cual pudo decir el cronista: «Mientras vivió el santo rey Sigeberto II, reinó en Austrasia una paz profunda». El Santo había volcado en él toda su virtud y lo había instruido en el arte de gobernar a los hombres.
Pero el triunfo de su obra Pipino lo vería desde el cielo, porque el 21 de febrero del año 640, «se durmió plácidamente en el Señor», según la consagrada expresión cristiana. Siguiendo la costumbre gala, su cuerpo fue enterrado en Landén junto a la Vía o Calzada que sigue al curso del Mosa. En este lugar ha sido descubierta hace pocos años una sepultura con la inscripción: «Tumba de los Pipinos». En la actualidad sus reliquias se veneran en Nivelles, juntamente con las de su hija Santa Gertrudis.
El cardenal Pitra tiene un párrafo que se ha hecho ya clásico como colofón a la vida de San Pipino de Landén. Dice así:
«Primero de su raza, lleva a cabo su real destino con tal serenidad de espíritu que por nada se turba ni arredra: los obstáculos parecen facilitarle el camino y las contradicciones elevan su ánimo. Ante él se inclina el clamor popular durante treinta años. Su mano regidora y santa pacifica tres reinados. Reyes, reinas y príncipes desaparecen arrebatados por la muerte o la violencia, y Pipino de Landén, irreprochable y venerado de todos, cuando a su tiempo baja las gradas del trono, sube a los altares, donde aún hoy conserva aureola de gloria inmarcesible al cabo de doce siglos»