02 DE FEBRERO
LA PURIFICACIÓN DE NUESTRA SEÑORA
LA Candelaria es la primera fiesta con carácter netamente mariano que florece en el ciclo litúrgico —fiesta de luces y sombras, de alegrías triunfales y dolor expiatorio, broche áureo con que la Iglesia clausura el tiempo «post nativitatem»— y en ella se conmemora —alguien se ha atrevido a conjeturar que desde los tiempos apostólicos— la escena maravillosa y doblemente misteriosa de la Presentación de Jesús y la Purificación de María.
Han transcurrido cuarenta días desde el natalicio. Y la ley exige que toda mujer que haya alumbrado varón, comparezca en dicha fecha en el Templo para purificarse de su mancha legal y ofrendar el primogénito a Yahwé: «Mías Son las primicias» —había dicho el Señor—. La ley es común, universal. Sólo Jesús y María están situados fuera de su órbita y poseen legítimas credenciales. de exención. Él, por ser superior a la misma ley; Ella, por su milagroso y virginal alumbramiento que «en vez de mancillarla, la ha con• sagrado». No obstante, la Virgen oculta este secreto divino con admirable discreción y, dando ejemplo de pasmosa humildad y estricta obediencia, sube a Jerusalén a consumar el rito legal, alternando con José en conducir al Salvador ante los atrios del Altísimo, en cumplimiento de la profecía de Ageo: «Vendrá el Deseado de todas las gentes, y henchiré de gloria este Templo». La Sagrada Familia atraviesa el «pórtico real», el «atrio de los gentiles», el «atrio de los israelitas». María, confundida entre las hijas de Judá, se acerca al altar llena de gracia, nimbada de humildad, portadora del Niño Divino, única ofrenda verdadera que será inmolada al Padre en oblación perfecta. «No quisiste oblaciones ni sacrificios; entonces dije: Ecce vénio, heme aquí presente».
Ya se ha cumplido la ceremonia purificadora y el Primogénito ha sido res-
catado con los cinco siclos légales. Todo sencillo, vulgar, con simplicidad arcaica y patriarcal. Y la Sagrada Familia se dispone a abandonar el santo recinto. Pero, he aquí que un anciano venerable la detiene. «Había en Jerusalén —dice San Lucas — un hombre justo y temeroso de Dios, llamado Simeón, que tenía promesa de no morir hasta ver con sus ojos al Ungido del Señor. Vino, pues, al Templo, impulsado por el Espíritu Santo y, tomando al Niño en sus brazos, alabó a Dios y dijo: «¡Ahora dejas Señor, partir en paz a tu siervo, según tu palabra! Porque han visto mis ojos tu Salud, que preparaste a la faz de todos los pueblos. Luz que iluminará a las gentes y gloria de tu pueblo Israel».
Simeón habla con acento solemne de profeta iluminado, estremecido de júbilo. José y María oyen maravillados el Lumen ad revelationem géntium. De pronto, el rostro del anciano se ensombrece, se interrumpe en sus labios el dulce y magnífico Nunc dimittis y franquea a la Madre el porvenir trágico del Hijo: «Mira que este Niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel. Y tu propia alma la traspasará una espada...». El tierno Infante es luz y gloria; mas también piedra de escándalo y roca dura contra la que muchos se van a estrellar. ¡Qué claro es este pasaje evangélico después de veinte siglos de historia! ¡Qué claro en el alma crucificada de la Virgen! Los reflejos de esta espada profética no cesarán ya de herir su dulce mirada hasta que en el Calvario le atraviese el corazón. Para ella han concluido las alegrías de la maternidad. Ha comprendido su destino: dar la vida a Cristo para que: pueda padecer y morir. Debe renunciar a sus derechos maternales. Cuántas veces, leyendo el pasaje bíblico del sacrificio de Abraham, se ha dicho: «i No, Dios no hubiera exigido tal sacrificio a una madre!». Y ahora se lo exige a Ella: le ordena preparar a su Hijo amado para el holocausto; salvarlo de la furia de Herodes para entregarlo a una muerte ignominiosa; conducirlo paso a paso hasta el altar de la inmolación. María acepta la prueba sin protestas, con heroísmo sublime. «Sobre un solo altar —dice el poeta latino— se ofrece un triple holocausto. La Virgen-Pontífice inmola su virginidad, el tierno Niño sus miembros delicados, el santo anciano su vida». Y añade Sari Agustín: «El Cristianismo aparece irreprensible desde su nacimiento, censurando con una obediencia estricta nuestras dispensas abusivas, nuestras odiosas singularidades, nuestras exenciones injustificadas, nuestras opiniones sin fundamento y nuestras probabilidades quiméricas, con las cuales adulteramos la pureza de la ley...».
San Mateo da a entender que después de la Purificación volvió la Sagrada Familia a Belén, donde la hallaron los Magos cuando vinieron para adorar al Niño. Nosotros terminamos con las palabras de un docto escritor moderno: «Buscó María ya en esta primera actuación oficial con Cristo el logro de la total semejanza con Él. Cristo, impecable por naturaleza, se había sometido a la circuncisión; pues, Ella, impecable por gracia, quiso sujetarse a la ley de la purificación. Cristo, obediente hasta la muerte de cruz, hace hoy en el templo su oblación en manos del sacerdote, que recibe por su rescate la ofrenda de las palomas y los siclos. María recibe en su pecho la espada doliente de la profecía que se adentra hasta lo hondo del corazón, quedando unidos —Redentor y Corredentora— en alma y corazón a la misma vida, que Kempis llamó de cruz y de martirio».