23 DE FEBRERO
SAN PEDRO DAMIÁN
OBISPO Y DOCTOR (1007-1072)
EXISTEN cuadros geniales que sólo contemplados desde un cierto ángulo de visión o a una determinada distancia se revelan en su verdadero mérito. El cuadro de santidad que ofrece la vida de Pedro Damián es admirable y hermoso desde todos los aspectos, sin que el paso del tiempo haya podido mancharlo con la pátina del anacronismo. El papa Alejandro II escribía al Episcopado de Francia al presentárselo como Legado suyo en 1063: «Os enviamos al que después de Nos tiene mayor autoridad en la Iglesia Romana, a Pedro Damián, Cardenal Obispo de Ostia, que es como la pupila de nuestros ojos y el más firme baluarte de la Sede apostólica: Qui nimirum et noster est óculus et Apostólicæ Sedis inmóvile firmamentum...».
¡Fisonomía deslumbrante la de Pedro Damián! Hombre de hierro para un siglo de hierro, teólogo y asceta, tribuno y diplomático, escritor polígrafo y sapiente, apóstol inflamado de celo, debelador implacable de la inmoralidad, consejero de Papas, corazón de la Iglesia, Cardenal, Obispo, Doctor y Santo, es el tipo ideal del hombre de carácter predestinado y carismático que desde la sima del abatimiento escala, con sus solas fuerzas y la gracia de Dios, la cumbre luminosa de la inmortalidad. Pero no por un camino de rosas. ¡También él ha tenido su Belén frío! Abandonado a poco de nacer por su desnaturalizada madre, lo acoge y cría una mujer extraña. Cae luego en casa de un hermano avaricioso y cruel que le trata como al último de sus criados. Pedro huye y se hace porquerizo. ¡Lucida herencia para hacerse inmortal! Sobrada para este muchacho que un día encuentra en el camino una moneda y manda decir con ella una misa por el alma de sus padres. ¡Él que no conoce el calor del hogar!...
Por fin, lo recogió otro hermano suyo, llamado Damián, que era arcipreste de Ravena. Fue la mano de la Providencia.
Observó al joven. Pedro tenía un temple y una rectitud de juicio verdaderamente admirables. Estudia, trabaja, lucha y reza; y siempre alegre, siempre radiante de optimismo. Allí se escondía un tesoro, y el señor Arcipreste se propuso explotarlo. El éxito fue muy superior a sus esperanzas. Primero se convirtió en ídolo de la juventud escolar. Después brilló en las cátedras de Ravena, Faenza y Parma. Brilló pero no se deslumbró. A aquel profesor de veinticinco años no le embriagaba el triunfo. Sentía un vacío en el alma que nada era capaz de llenar. Empezó a disgustarse de la vida de sociedad, del aplauso, de las diversiones... ¿Adónde iba?
No hay que olvidar que Pedro era un predestinado, Aleccionado ásperamente por la vida, hastiado del mundo, corre un día a esconder la joya preciosa de su juventud ardiente detrás de los muros del recién fundado convento de Fontavellana, al pie del Apenino. Sus portentosas dotes le delatan y es aclamado por Superior. Pedro Damián —como se llama en reconocimiento a su hermano— funda, restaura, ilumina y expande doquiera calor y vida, actividad y perfección. Sobre todo, hace penitencia. Para él vida monástica y sacrificio son palabras sinónimas. Frente a la «suficiencia» benedictina, Pedro predica la «penuria». Y escribe su apología De la alabanza de la disciplina — revelación de sí mismo—, en la que llega a llamar a la flagellátio «espectáculo insigne y delicioso».
El santo Prior de Fontavellana, sumergido en sus altas contemplaciones, hasta se olvidó de que vivía en el mundo; en un mundo que era «un abismo de envidia y de hediondez». Pero Dios tenía sus planes. Pedro sería la tea purificadora de aquel siglo XI: horrenda mezcla de orgullo y de lujuria, de avaricia y de sacrilegios. Por orden de sus Superiores se lanzó al campo de combate hacia el año 1050. Luchó contra la inmoralidad, contra el cisma, contra la simonía. Arrebató a las multitudes con su elocuencia sublime; debeló con su erudición las herejías; puso en evidencia las libertades de los clérigos con el ejemplo de su austeridad. Por su palabra de fuego, llena de vislumbres proféticos, por sus escritos cáusticos y airados, por su arrojo y temeridad, «parecía la reencarnación de San Jerónimo». El papa Esteban X acrecentó su prestigió e influencia al nombrarle Cardenal Obispo de Ostia. Pedro Damián llegó a ser el corazón de la Iglesia. En alas de su celo recorrió las ciudades, llevando luz a las inteligencias, amor a los corazones y agria censura a las conciencias manchadas. Duro y violento con el vicio, era tierno y compasivo con el pecador, cuya ruina lamenta patéticamente en su Liber Gomorrhianus. En Milán está a punto de ser inmolado; más él, al grito de: «¡Muera el romano! contesta sin arredrarse: «Un hijo de la Iglesia no se esconde para combatir a quienes ultrajan a su Madre». Y su voz apocalíptica sigue tronando anatemas.
En medio de estas luchas y triunfos, Pedro añora Fontavellana. Así se lo manifiesta a Alejandro II en 1065, alegando sus muchos achaques. Sin embargo, el Papa todavía le encomienda tres importantes legaciones. La muerte le sorprende en Faenza con las armas en la mano, el 22 de febrero de 1072. «Le vimos —dice su biógrafo, Juan de Lodi— recogerse en profunda meditación, tal que, si fuera un éxtasis, y su alma, desatándose suavemente de los lazos del cuerpo, dejó de vivir en la tierra».
Sobre su sepulcro glorioso floreció la rosa de la inmortalidad.