domingo, 2 de febrero de 2025

LA BARCA DE PEDRO. Fray Justo Pérez de Urbel

 


CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA

LA BARCA DE PEDRO

Fray Justo Pérez de Urbel

 

A declinando el día, un día sofocante de verano. Desde por la mañana, Jesús llega a la ribera del Lago, seguido de la multitud. Ha curado a los enfermos y ha expuesto su doctrina en imágenes llenas de novedad y de misterio. Sus oyentes se agrupaban en la playa, sentados entre las redes, encaramados en las higueras o en las tapias de los huertos próximos y reclinados en las lindes de las colinas cercanas. En frente, sonríe la fértil llanura de Genesaret, cubierta de pámpanos, y a un lado las casas de Cafarnaúm sondean el aire con las columnas azules del humo de sus chimeneas. Sentado en el borde de una barca, el Maestro expone las maravillas de su reino: Salió el sembrador a sembrar la semilla... El reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo... ; o si queréis, se parece al grano de mostaza, o a la levadura que toma una mujer y la esconde entre tres celemines de harina... La multitud escucha con un silencio admirativo aquel lenguaje cargado de enigmas e iluminado por las más bellas figuras. "Desde el día del sermón de la montaña -debían decir- nunca le hemos oído cosas tan bellas." Las horas pasan, la noche se acerca, un polvo de oro pálido desciende sobre las torres de la ciudad vecina y las gaviotas cruzan el aire en busca de sus nidos. Entonces les despide a la muchedumbre, y dirigiéndose a sus discípulos, les dice: "Pasemos al otro lado del lago."

La barca se aleja, empujada por un viento benigno que apenas riza el agua. Es un anochecer sereno y entorchado de estrellas. Jesús, cansado del trabajo de aquel día, se retira a un ángulo y queda dormido. Entretanto, los doce cenan, charlan, discuten y comentan las últimas parábolas. Un porvenir sonriente se presenta ante sus ojos; el reino en que sueñan viene al mundo con las más halagüeñas promesas. ¿Qué otra cosa significan aquellas comparaciones del grano de mostaza que se hace árbol gigantesco, de la red que se llena de peces, del te­ soro que el labriego encuentra súbitamente en el campo? Y ellos van a ser los depositarios de ese tesoro, los magnates de ese reino, los venturosos disfrutadores de ese poder y de esa gloria que se acercan. Ráfagas de optimismo cruzan por entre aquel grupo de galileos, entregados a sus sueños y esperanzas. De pronto, un golpe de aire azota la lona. Ya no se ven las colinas de Cafarnaúm, ni los montes de Gerasa; se han apagado las estrellas, y el cielo se enturbia por momentos. Los vientos chocan furiosos arrastrando torbellinos de nubes y empujando violentamente las olas. Bajan de las cimas nevadas del Hermón y suben de las áridas llanuras del Hauran; pasan aullando por entre los miradores de Tiberíades y las rocas de Magdala y van a encontrarse en medio del mar de Genesaret. El cielo se ilumina con la luz verde de los relámpagos, las furias del abismo danzan en la marejada, y el agua, cayendo sobre el agua, levanta un estrepito ensordecedor. En su larga vida de pescador, jamás vio Pedro el lago tan furioso. No se amilana, sin embargo, siempre intrépido, alienta a sus compañeros, transmite las órdenes oportunas y obra como quien tiene la responsabilidad de todos. Los demás le obedecen, luchan contra el temporal y reman denodadamente. Pronto, sin embargo, los remos se les caen de las manos y el desaliento les desmoraliza. Sólo el Maestro puede salvarlos. Pero, ¿cómo es que Él puede dormir mientras braman las olas y estalla el trueno y ruge el vendaval y la quilla se resquebraja? Y su sueño es profundo. Apenados y temblorosos, contemplan su cabeza blonda recostada sobre la almohada de cuero de lo marinero. Sus ojos cerrados, su respirar tranquilo, y en la frente una serenidad adorable. ¿Le despertaran? ¡Es tan duro interrumpir el sueño de una persona amada, después de un día de fatiga! Un bandazo más violento pone en riesgo la nave, un rayo cae junto a la proa, y una ola viene a humedecer el rostro de los tripulantes; la tempestad crece y el pobre bajel danza en todas direcciones. El temor vence al respeto, y tres gritos simultáneos resuenan en torno de Jesús. "Sálvanos, que estamos perdidos", dice una voz. "Maestro, Maestro -dice otra más confiada-; mira que vamos a perecer." Y otra más audaz, tal vez la de Pedro, prorrumpe este reproche: "¿Acaso no te preocupas de nuestra vida?"

Despertado por estos gritos, Jesús se incorporó, miró en torno, y al ver las frentes pálidas, los ojos extraviados y los cabellos erizados de sus discípulos, exclamó: "¿Por qué teméis? ¿Dónde esta vuestra fe?" ¡Extraña pregunta -debió de pensar Pedro-; la barca se hunde, el cielo se cae sobre nosotros, el agua nos llega a la rodilla, estamos a punto de estrellarnos contra los peñascos, y ¿aún nos dices que por qué tememos? Jesús no le dió tiempo para exteriorizar sus reflexiones: levantóse, extendió su brazo, y dirigiéndose a los vientos, primera causa de la tempestad, ordenó majestuoso: "Silencio"; y añadió, volviéndose a las olas: "Callaos." Y el mar se tendió a sus plantas, manso y sonriente, con el gesto de un dogo que obedece la voz de su amo. Y los doce se decían asombrados: "¿Quien es Éste que se hace obedecer de los vientos y los mares?" Más tarde pensaran en este momento cuando lean en la Biblia versos como estos: "Señor, Tú asentaste la tierra sobre firmes fundamentos. Las aguas del mar la rodearon. Lo ordenaste, y ellas huyeron, asustadas de la voz de tu trueno. Señor, Dios de los ejércitos, ¿quién puede compararse a Ti, que domas el orgullo de la mar y calmas la furia de las olas; que avanzas en medio de la tempestad y de sus huracanes, y las nubes son el polvo que levantan tus pies." David había descrito ya esta escena del lago de Genesaret, cuando decía en uno de sus salmos: "'Dios habla, sopla la tormenta, las olas se levantan hasta el cielo y bajan hasta los abismos. Azogados, presa del vértigo, vacilantes como ebrios, los marineros se dirigen hacia Dios. La tempestad se cambia en una brisa ligera y las ondas quedan en silencio."

 

Cierto, la nave de Pedro llevaba dentro un poder divino; el que se fatigaba y se tendía en el casco, entre las redes, y se quedaba dormido, era un Dios. Pero había otra lección en aquel suceso prodigioso, una lección que venía a completar las enseñanzas de la tarde anterior. El milagro había sido una parábola en escena. Como la red, como el grano de mostaza, aquel barquichuelo, zarandeado por toda la fuerza del vendaval, era también un símbolo del reino de los Cielos, de aquella Iglesia que Cristo había venido a fundar. Crecería, prosperaría, se extendería por toda la tierra, pero luchando siempre con las contradicciones, con los odios, con las ambiciones y los intereses creados. En su viaje a través de los siglos, desde el destierro de este mundo hasta las playas de la patria, cien veces estará a punto de zozobrar. El abismo abre sus fauces, las potencias infernales celebran su triunfo, todo parece perdido... y Jesús duerme. Así en los primeros días de la Iglesia: los primeros pasajeros acaban de subir al navío, la borrasca se desen­cadena en torno de él, la Sinagoga amenaza tragarle a unos pasos del puerto. De súbito, Jesús despierta y extiende su mano; Roma llega, machaca, sofoca, incendia y acaba con la amenaza judía. Entretanto, la barca de Pedro sigue su camino. Al poco tiempo, una nueva tempestad. Todo el poder del Imperio romano se alza ahora contra la navecilla simbólica: reyes y sacerdotes, los filósofos y magistrados, verdugos y guerreros, el prestigio de la palabra y el de la ciencia, el terror de las leyes y el brillo de las armas, los horrores de los suplicios y las angustias de la muerte. El pobre esquife desaparece entre las aguas, y ya se oye un grito de victoria: A Diocleciano, emperador, por haber aniquilado el nombre cristiano. Jesus despierta de nuevo; a su voz las legiones huyen despavoridas, triunfa la cruz y los sucesores de Augusto caen de hinojos ante ella. Un nuevo grito celebra el triunfo de Cristo: "¡Venciste, Galileo!"

Después, las sutilezas arrianas y las hordas del Norte; luego, el Islam; más tarde, los emperadores germánicos, las iras de Lutero, los sarcasmos de Voltaire, los furores de la revolución, los análisis de la ciencia moderna, el socialismo, el marxismo, el racionalismo... Y la barquilla de Pedro sigue su peligrosa, emocionante y dramática peregrinaci6n. "Ya se hundió -clamaba ayer mismo Renán alborozado-.  ¡Nosotros la rehabilitaremos, contaremos sus hazañas y cantaremos sus bellezas; pero, en nombre del Cielo, que se tenga por muerta!" Y al mismo tiempo, Macaulay, el gran historiador anglicano, decía: ''Yo no veo en la Iglesia romana ningún signo de que se acerque al fin de su dominación. Ha visto el comienzo de todos los gobiernos que existen hoy en el mundo, y no estoy convencido de que no esté destinada a verlos desaparecer. Era grande ya cuando los francos pasaron el Rhin, cuando la elocuencia florecía aun en Antioquía, cuando se adoraba todavía a los ídolos en el templo de la Meca: y conservara acaso su juventud primera el día en que algún turista de la Nueva Zelanda venga, en medio de una vasta soledad, a sentarse sobre un arco roto del puente de Londres, para dibujar las ruinas de San Pablo." Para Renán y Voltaire, para Diocleciano y Juliano el Apóstata, parecen escritos estos versos:

 

“Los muertos que vos matáis,

gozan de buena salud.”