miércoles, 26 de febrero de 2025

27 DE FEBRERO. SAN LEANDRO, ARZOBISPO DE SEVILLA (520-600)

 


27 DE FEBRERO

SAN LEANDRO

ARZOBISPO DE SEVILLA (520-600)

LA familia de los Duques de Cartagena, Severino y Teodora, que deja sus posesiones levantinas y se destierra voluntariamente a Sevilla orgullosa de su fe y de su lealtad a los Reyes toledanos, es una familia sin par, De sus cinco hijos, cuatro conquistan el honor de los altares: Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro. Mucho y sin fruto se ha discutido acerca de la nobleza de su sangre —que algunos vinculan al tronco real godo —, mas — como escribe atinadamente Menéndez Y Pelayo «resplandecen bastante sus propias fulguraciones, sin necesidad de genealogías y entronques nobiliarios, creados, acaso, para adular a nuestros Reyes». Sí; los Cuatro Santos de Cartagena —como se les llama— son cifra de unidad y grandeza, y sus nombres están gloriosamente vinculados a la magna obra de la regeneración espiritual de España: Florentina la puebla de conventos; Fulgencio es el «Candelabro santo» de su Iglesia; Isidoro, su gran Doctor, y Leandro —a quien dedicamos esta reseña—, padre y maestro de sus hermanos, «Apóstol de los Godos» y alma mater del III Concilio de Toledo.

Nacido Leandro para ser luz y espada de la unidad católica, su silueta se destaca en medio de las sombras de la España de Leovigildo como la profecía de nuestra vocación ecuménica, y su personalidad, contrastada con los errores, vejaciones y miserias que la rodean, cobra un relieve excepcional.

En un monasterio benedictino —centro de vida espiritual donde se enseña la ciencia y la virtud— acumula las energías necesarias para llevar a buen término la difícil empresa que le reserva la Providencia: ser su brazo fuerte frente al arrianismo. Y cuando sale del convento arrebatado por el pueblo sevillano, para ser sublimado a la sede episcopal hispalense, ya posee un alma capaz, un espíritu bien templado, un profundo sentimiento de la justicia, y aunque su elocuencia no es spléndida verbis, es acuta senténtüs, que dirá ingeniosamente San Isidoro.

¡Y empieza a abrir rutas de grandeza para España!

Paladín de la fe católica, lucha con la palabra y con la pluma contra la herejía arriana que, sustentada por el poder real, invade el reino visigodo. Es una vida intensa, agitada, fecunda. El Príncipe Hermenegildo —campeón de la ortodoxia y cuya sangre es riego fecundo— sale de las manos de Leandro maduro para la gloria. Y Leovigildo —el rey filicida y herético— estando a par de muerte, con el amargo torcedor del suplicio de su hijo, levanta el destierro al Arzobispo de Sevilla, cae arrepentido a sus pies y le deja en herencia a Recaredo para que haga de él nuestro primer Rey Católico.

La vida del apóstol es siempre azarosa. Leandro, consciente de su misión, no la rehúsa. Con sus pastorales, con sus sermones, con su caridad ardentísima y con su vida ejemplar, suscita una hermosa floración de fe católica y prepara el ambiente para la apoteosis del Tercer Concilio de Toledo. Más de una vez ha manifestado al buen Recaredo la conveniencia de dar una sanción solemne a la conversión del pueblo. El 4 de mayo del año 589 —fecha memorable en los fastos de nuestra Historia— queda abierta la magna asamblea en presencia de sus Majestades Recaredo y Bada, de los magnates del reino y de setenta Obispos. En ella se jura una profesión de fe ajustada a los anteriores Concilios ecuménicos y se lanzan veintitrés anatemas contra los partidarios de Arrio. Con la unidad religiosa —símbolo de nuestra grandeza— renace el sentido clásico del Imperio regenerado por el Cristianismo: sentido de ley, de unificación de progreso.

Leandro —promotor del Concilio— lo cierra con esta sublime efusión, que es un canco de triunfo a la Iglesia española: «Levántate con alegría, salta de júbilo, ¡oh Santa Iglesia de Dios!, y entona himnos de gratitud. Levántate en el esplendor de tu unidad, ¡oh Cuerpo místico de Cristo!; revístete de fortaleza en medio de las alegrías de tus triunfos, pues tus lágrimas se han trocado en gozo y has depuesto los vestidos de luto. Entre gemidos y oraciones concebiste y, después de los hielos, las lluvias y las nieves, contemplas, en dulce primavera, los campos llenos de flores y pendientes de la vid los racimos...». Y luego, interpretando por alta manera el espíritu universal humano y civilizador del Cristianismo, añade: «El amor unirá lo que separó la discordia. Procedentes de un mismo origen, la razón y el orden natural exigen que todas las naciones vivan por la fe y la caridad. No habrá lugar del orbe adonde no llegue la luz de Cristo...».

Leandro se apresura a dar cuenta a su amigo el papa Gregorio Magno de las rectas intenciones del católico Recaredo. El Pontífice le contesta lleno de santo gozo y, en testimonio de amistad y gratitud, le envía un rico palio y una imagen de Nuestra Señora atribuida al pincel de San Lucas.

El resto de su preciosa vida lo pasa el santo Arzobispo entregado a sus gran: des amores: la Iglesia, las almas, la Patria y su santa familia; y confirmando su obra con el ejemplo, la oratoria y los escritos ascéticos.

Un antiguo Breviario hace de él este elogio: «Ganó para España un nombre glorioso; fue temeroso de Dios, limosnero, prudente, justo, sobrio en sentencias, asiduo a la oración, defensor acérrimo de la Iglesia, duro con los orgullosos y de una caridad eminente».

¿Qué más se necesita para ser santo?...