01 DE MARZO
SAN ROSENDO
OBISPO DE MONDOÑEDO (907-977)
LUZ de un siglo tenebroso, es San Rosendo, juntamente con San Atilano, San Froilán y San Genadio, uno de los cuatro pilares del antiguo reino leonés. Fundador de instituciones seculares, sembrador de cultura y arte, constructor y reformador de monasterios, monje y soldado, sabio y santo, místico y guerrero, la vida de este Santo medieval —dulce y mansa, equilibrada y serena, noble y valerosa— forma un contraste singular con la época que le toca vivir. A él, mejor que a nadie, se le pueden aplicar aquellas palabras que poco antes se dijeran de San Fructuoso, «el legislador de los monjes hispanos»: «Su aspecto risueño era una luz; siempre estaba alegre, y un lucero blanco rutilaba dentro de su corazón, un lucero que nunca se apagaba y que había sido encendido por el Paráclito».
Rosendo es, sí, un predestinado.
El Conde Gutierre y Méndez —tío del rey Alfonso el Magno— pelea frente a Coímbra contra el agareno. Mientras tanto, su esposa Ilduara —hija del Conde de Hero y tía del rey don Ramiro II— que, recluida en Valde salas de Galicia, espera el primogénito que ha de dar cauce digno a su sangre blasonada, recibe del Cielo —Croisset cree que por medio de San Miguel — este letificante mensaje: «Alégrate, Ilduara, que tus súplicas han sido oídas en el acatamiento del Señor: el fruto que de ti nacerá será santo delante de Dios y de los hombres».
El ungido del Cielo nació el 26 de noviembre del 907. Una madre sublimada de virtudes lo acogió en su regazo. El Obispo de Mondoñedo —Sabarico II— lo educó en su escuela. Los carismas celestiales brillaron sobre su frente. El hagiólogo pudo pincelar así su retrato: «Juventud con juicio de anciano; de palabras dulces y eficaces. Enemigo de las puerilidades y vanidades del mundo, amante de la oración, aplicado al estudio; de inteligencia clara, de alma fuerte y generosa, de vida pura y noble; alegre sin liviandad, modesto sin extravagancias, grave sin disciplina. De rostro agradable y estatura mediana».
A los doce años el nombre de Rosendo signa ya Privilegios Reales. A los dieciocho aprisionan su juventud con la mitra de Mondoñedo. Es un Prelado magnífico, de alma profundamente evangélica. Desarrolla una actividad inmensa y polifacética. Tiene sabiduría, firmeza, audacia santa. Se le ve entregado a los ejercicios propios de su ministerio pastoral, restaurar cenobios —como el de Samos, que eleva al rango de Abadía— empuñar la espada, cuando el rey Ordoño le nombra Virrey de Galicia. Moros y normandos pueden hablar de la fortaleza de aquel brazo que se armó para defender la justicia, la Religión y la Patria.
Inspirado por Dios, funda en Celanova el monasterio del Salvador, en cuya dotación consume su espléndido patrimonio. Será un foco de patriotismo, de cultura, de perfección; una casa de oración, una colmena de trabajo, una fortaleza del espíritu...
Aquel remanso de paz llegó a seducirle a él mismo. Y tuvo valor para cambiar la mitra por el humilde hábito de San Benito, resuelto a ser el último de aquellos monjes que gobernaba el abad San Franquila. Pero donde él ponía las manos brotaban los milagros: adivinaba las cosas futuras, resucitaba a los muertos, y los ángeles del cielo le acompañaban en el canto de los salmos.
Cuando murió Franquila todos pusieron los ojos en Rosendo, y lo sentaron a la fuerza en la silla- abacial. Había allí muchos hombres preclaros, pero ninguno se le podía comparar. Dio a sus monjes armas espirituales e instrumentos civilizadores. Les enseñó a trabajar por amor. Fue padre, maestro, refugio y consuelo de sus almas, miel para su corazones y fuente de sabiduría para sus inteligencias. Les bastaba ver en el coro la figura atrayente del Abad para recobrar la paz del alma y sentirse inflamados en el divino amor. Sobre Celanova flotaba un hálito de ternura y suavidad evangélica que envidiaban los mismos ángeles. Miles de hombres serían atraídos por aquella vida de ascéticos renunciamientos y místicas claridades...
La joya del testamento espiritual de San Rosendo nos revela al místico encumbrado, al enfermo de amor divino, que sabe expresar esos sublimes conceptos teológicos sólo columbrados en los arrebatos de la contemplación. Al leerlo aún nos parece ver a sus hijos apretados en torno de su lecho, escuchando con raudales de lágrimas los últimos desahogos del padre que se va:
—«Mira, padre y señor nuestro, ¿qué va a ser de tantas escuadras de monjes como reuniste, alimentaste y educaste? ¿Quién será su padre? ¿Quién el defensor de esta Iglesia?».
— «Confiad, hijos y señores míos; poned en el Señor vuestra esperanza, que no os dejará huérfanos. Por mi parte, os encomiendo al Criador y Señor Jesucristo, para quien os he adquirido y por cuyo amor he construido este lugar».
Después de tan paternal desahogo, volvió a concentrarse en sí mismo, y, pensando en. lo que había sido el lema de toda su vida, signó su testamento «bajo la Providencia de Dios».
Murió el primero de marzo del 977, igual que había Vivido: la luz de aquella existencia aureolada se apagó lenta, serena, majestuosamente, como el sol cuando se hunde en la inmensidad del océano...