jueves, 6 de febrero de 2025

7 DE FEBRERO. SAN ROMUALDO, FUNDADOR (+1027)

 


07 DE FEBRERO

SAN ROMUALDO

FUNDADOR (+1027)

PATRIARCA del monacato, reformador y fundador, cenobita y anacoreta, el nombre insigne de Romualdo —el nombre y el espíritu— está emparentado con los de Sabas, Pacomio, Palemón, Basilio, Antonio, Benito y Columbano, y con el de todos aquellos héroes del desierto que hicieron de la soledad el pórtico de la gloria. Su vida —escrita por San Pedro Damián en 1042— a la vez que un catálogo de virtudes y penitencias, de heroísmos y milagros, es, tanto por su interés personal como por la influencia de su obra, un documento de auténtico valor para la historia de su tiempo, pues «lo que para Francia fue la Orden benedictina de Cluny —escribe un historiador— lo fue para Italia la Orden camaldulense: levadura y principal sostén de la renovación social promovida por la Iglesia en el siglo XI».

Romualdo era hijo de los Condes de Onesti, había nacido en Ravena y se había criado entre mimos y regalos.

Hasta los veinte años fue muñeco de sus más bajos instintos. Pero, un día —golpe de gracia «a lo Saulo» —, entre las orgías de una juventud disoluta y aventurera sintió el llamamiento divino, al ser testigo de un duelo en el que su padre, Sergio, dio muerte a un pariente, por aquella bárbara costumbre que reinaba entonces de resolver los pleitos con la lógica brutal de las espadas. La verdadera espada —espada de fuego— fue la que se le clavó a él en el alma y que le llevó a tomar una resolución intrépida, muy a tono con su carácter sanguíneo, rectilíneo, pasional, y con aquel «siglo de hierro»…

En las almas grandes no cabe nada mezquino. Y la de Romualdo, aunque extraviada, era un alma grande. Llevado de un ansia inmensa de regeneración y fascinado por el ideal de la santidad, pasó cuatro años de áspero noviciado con el ermitaño Marino, en las cercanías de Venecia. Su corazón ardía de amor de Dios y le exigía más austeridad.

Buscándola recorrió varios monasterios. Ni la regla de San Apolinar in Classe, ni la que se practicaba en San Miguel de Cuxá le parecieron bastante rigurosas. No obstante, la observancia de Cluny y la lectura de los Santos Padres y de las obras de Casiano, le revelaron el secreto de la verdadera perfección, y, al contacto con las más duras prescripciones, fue dando concreción definitiva a aquellos sus anhelos sublimes que no conocerían colmo en el tiempo.

Dios le inspiró la reforma de los monasterios, y desde entonces todas sus aspiraciones se centraron en la idea de resucitar en Occidente, a base de la Regla benedictina, una forma nueva de vida monástica calcada en el monacato oriental. San Romualdo prefiere el desierto al claustro. Aspira a crear un • género de vida mixta, en la que el claustro sea como un noviciado exigido al eremita o, en último término, una mitigación para los débiles. El ideal es la soledad. Según este criterio, empieza a fundar paralelamente monasterios y eremitorios. Sus lugares predilectos son las montañas peladas; los riscos desapacibles y las tierras pantanosas — como la de Comacchio —, donde la misma naturaleza proporcione al monje ocasión de sufrir. El año 992 funda Fontavellana, primer eslabón de una gloriosa cadena de más de cien monasterios, desde los que enviará al cielo. —¡oh la escalera de San Romualdo!— legiones de monjes. Citemos los de Pereum —su residencia favorita—, Val-di-Castro — 1005—, Monte-Sistra —a donde se retiró en 1013— Bufalco, Fontebuono y Camáldoli, que da a la reforma el nombre de camaldulense y en el que aún existe la celda del Santo. En todos ellos, cenobitas y solitarios forman una sola comunidad y viven bajo una misma disciplina, porque «la obediencia es el quicio sobre el que gira la puerta del cielo». San Romualdo organiza un régimen de vida austerísimo. El religioso, además de permanecer encerrado en una ermita de cuatro codos en cuadro, debe dormir poco, ayunar mucho, rezar a diario las Horas Canónicas y dos veces el Salterio, ir vestido con un cilicio de pieles, confesar sus faltas ante la comunidad, recibir la flagelación y guardar absoluto silencio. No existe regla escrita. El Santo enseña con el ejemplo, constituido en regla viviente. Sus austeridades son inconcebibles. Casi centenario —no parece auténtico que viviera ciento veinte años—, con los ojos hechos ascuas y el cuerpo carcomido por la fiebre, sigue siendo el terrible asceta, exigente consigo mismo y con los demás, que a veces protestan violentamente, si ya no le apalean como los monjes de Bagno. Bruno de Querfurt le dice un día: «Padre mío, ¿quién no está enfermo entre nosotros?». San Romualdo, sobre todo, vivía de milagro. Todos estaban maravillados de su santidad y resistencia física. A su vista, Otón III consintió en hacer vida monacal para expiar un crimen, y el rey San Esteban se arrojó a sus pies exclamando: «¡Oh, si mi alma estuviera en tu bendito cuerpo!». Más que cuerpo aquello era un espíritu Siempre en tensión de vuelo, un ángel desplazado que suspira día y noche por la patria eterna. En 1027 —estaba en Val-di-Castro— se despidió .de los frailes y se retiró solo a un reclusorio, rogando que nadie le visitase. El 19 de junio su ermita apareció iluminada de celestes resplandores. El alma de San Romualdo había remontado el vuelo. «Sus hijos —dice Damián— hallaron el bendito cuerpo tendido en la celda como una margarita celestial, que después ha de ser colocada honrosamente en el tesoro del Rey Supremo».