sábado, 8 de febrero de 2025

09 DE FEBRERO. SAN CIRILO, PATRIARCA DE ALEJANDRÍA (+444)

 


09 DE FEBRERO

SAN CIRILO

PATRIARCA DE ALEJANDRÍA (+444)

LA Iglesia ha exaltado siempre con grandes alabanzas a San Cirilo Alejandrino —gloria auténtica de los Orientales y preclaro vindicador de la Virgen, Madre de Dios— suscitado por la Providencia en uno de los momentos de mayor efervescencia doctrinal de la historia eclesiástica. Se le han dado, entre otros, los títulos de Caudillo de la ortodoxia, Papa de Alejandría, Doctor católico, Doctor del dogma de la Encarnación y Juez del orbe de la tierra. Ya en su tiempo, el papa San Celestino I le llama «buen defensor de la fe católica», «sacerdote digno de la máxima aprobación» y «hombre apostólico» ; elogios refrendados por diversos Concilios Ecuménicos y, modernamente, por los Sumos Pontífices Pío XI y Pío XII, quienes, en sendas encíclicas — Lux veritatis y Orientalis Ecclesiæ— , han evocado magistralmente la esclarecida memoria de San Cirilo, presentándolo al mundo como «invicto asertor y sapientísimo doctor de la divina maternidad de María Virgen, de la unidad hipostática del Verbo y del Primado del Romano Pontífice».

Este «luminar de cristiana sabiduría y atleta de apostólica fortaleza» tuvo ilustre cuna. En su juventud vistió el hábito de los solitarios de Nitria y fue educado por el abad Serapión. Su tío Teófilo de Alejandría lo sacó de la celda y le permitió predicar en su Sede. Cirilo era un joven de vida inmaculada, amante de la verdad integral. Sus enemigos, al no poder arañar en su virtud, le llamarán ambicioso. ¡Ambición sublime la suya! «Mi más ardiente deseo —escribe— es padecer y morir por la fe de Cristo... Ninguna injuria, ninguna contumelia, ningún insulto me conmueve... con tal que la fe resulte sana y salva. He resuelto por la fe de Cristo ir al encuentro de cualquier clase de trabajo, soportar cualquier clase de tormento...». En una lucha que duró casi tanto como su vida supo demostrar gloriosamente, con la ayuda de Dios, que era el nombre providencial enviado a la tierra para desenmascarar la astucia proterva de los herejes. Su nombre se pronunció por primera vez con pasmo en 412, año en que —según la tradición— fue promovido a la Sede de Alejandría. Entonces se reveló tal como era: hombre de lucha, de acción, íntegro, erudito, esclavo de la verdad, enemigo de las medias tintas y de las soluciones ambiguas, de una firmeza invencible de alma, capaz de expulsar a los judíos de su Ciudad y de enfrentarse de poder a poder con Orestes, prefecto de Egipto. Primero combatió contra los Novacianos y otros corruptores y detractores de la fe genuina. tanto con la palabra como con la publicación de oportunos decretos, mostrándose de una vigilancia y de una valentía a toda prueba. Pero su gloria más sólida y pura consistió en haber destruido la herejía nestoriana.

El año 429 estalla la contienda, cuyo grito de guerra es una sola palabra: Teotocos, que significa Madre de Dios. Nestorio — patriarca de Constantinopla—, hombre arrogante e hipócrita, niega a María este título, origen de todas sus grandezas. Enemigo de la unión hipostática del Verbo, proclama impíamente la separación de las dos naturalezas, de donde resulta que la Virgen no es verdadera Madre de Dios o Teotocos, sino más bien madre de Cristo hombre, Cristotocos, o a lo sumo Teodocos, acogedora de Dios. La horrible blasfemia, expuesta con infame osadía, hiere el común sentir y provoca una gran turbación en todo el Oriente. Entre las voces de protesta se distingue clara y vibrante la del Patriarca de Alejandría. Por medio de una carta intenta reducir a Nestorio, con espíritu fraternal, a la norma de la verdad católica. La pertinacia endurecida del heresiarca hace inútil todo caritativo empeño. Ambos Patriarcas llevan por separado el grave pleito a la Sede Romana. El papa Celestino I reúne un sínodo en Roma. Nestorio es condenado, y el propio San Cirilo encargado de hacerle comprender que está fuera de la verdad y de pronunciar su deposición si no se somete al Pontífice. A la carta venida de Roma, añade el Santo sus célebres anatematismos, concretando los errores que debe abjurar el heresiarca. Nestorio contesta altivo con sus antianatematismos y, confiado en el Emperador, pide la celebración de un Concilio Ecuménico.

No quedaba otra solución. Con la venia de San Celestino, el emperador Teodosio II convocó a todos los Obispos, y en 431 bajo la presidencia de San Cirilo, abría sus sesiones el Concilio I de Éfeso. Nestorio fue condenado nuevamente, excomulgado y desterrado; y los conciliares, en el fervor de la apoteosis, exclamaron: «Justo juicio éste. Al nuevo Pablo Celestino; al nuevo Pablo Cirilo; a Celestino, custodio de la fe; a Celestino, concorde con el Concilio; a Celestino le rinde gracias el Concilio entero. Un Celestino, un Cirilo, una fe es la de todo el orbe terráqueo». Y las aclamaciones populares taladraron los vientos, llevando doquiera los ecos del gran triunfo del Dogma Católico hecho bella plegaria: Santa María, Madre de Dios...

San Cirilo —Caudillo de la fe inmaculada— no se durmió sobre los laureles. Siguió trabajando celosamente hasta atraerse a los reacios Obispos antioquenos. «Y cuando con la ayuda de Dios —dice la Orientalis Ecclesiæ— pudo reunir y conciliar a todos en la felicísima paz y defenderla contra cuantos la oscurecían y turbaban, maduro ya para el premio y la gloria eterna, en el año 444, entre las lágrimas de todos los buenos, voló al cielo».