domingo, 9 de febrero de 2025

10 DE FEBRERO. SANTA ESCOLÁSTICA, ABADESA (480-543)

 


10 DE FEBRERO

SANTA ESCOLÁSTICA

ABADESA (480-543)

EN una página deliciosa y conmovedora de sus Diálogos —«filigrana espontánea hilvanada de cara a los párrafos arrobados de la Regla benedictina»— recoge San Gregorio Magno el momento más sublime —apoteosis para el pincel seráfico de Fra Angélico de Fiésole— de la vida de Santa Escolástica, hermana gemela de San Benito. Es un relato henchido de poesía y autenticidad que nos introduce en el misterio de una existencia de violeta clara y perfumada, nacida para el coloquio divino, encendida en la llama del amor más puro, y nos permite verterla en una semblanza expansiva y vivificante, donde lo de menos es el dato preciso, el molde cronológico, la sequedad del cómputo, porque la visión total del cuadro exige, ante todo, no remansar la atención en Lo puramente anecdótico y circunstancial, aunque fascinador, sino buscar su grandeza en algo más puro y alto…

Alguien ha dicho que parece «una viñeta arrancada a un antiguo misal». En efecto, pocas reproducciones de la esposa gentil de los Cantares podrían brindarnos rasgos más exquisitamente atractivos que los de esta descendiente ilustre de la Gens Anicia, nacida al declinar el siglo v en la incolora villa italiana de Nursia, al pie del Apenino Central. Nombre de profecía —Scholástica significa escolar, discípula, se forja en el ambiente sano y aristocrático de una familia cristiana y poderosa y aprende precozmente la ciencia de la santidad en la escuela del Espíritu Santo. Su madre, que muere siendo ella muy niña, le deja por norma de perfección esta cláusula testamentaria: «Sabe, hija mía, que los adornos postizos, los ricos vestidos y los collares de perlas, no valen nada delante de Dios. El mayor elogio que puede hacerse de una doncella cristiana es el que excitan su modestia y piedad». Por eso Escolástica, joven y bella, heredera de un rico patrimonio, adornada de los mejores carismas de naturaleza y gracia y abierta como la primavera a las más envidiables perspectivas, lo deja todo en la flor de la edad. para vivir recoleta en el «huerto cerrado» del Esposo, haciendo de la vida de Cristo el ideal de la suya...

Allá en Monte Casino vive Benito como Padre de «una raza fortísima de cenobitas». Pero, a medida que la ola de la fama lleva el nombre del Patriarca por todos los rincones de Europa, el vacío de la orfandad toma proporciones de tragedia en el corazón de Escolástica. ¡Qué lejanos los días felices de la niñez, en Aue ambos —gemelos de cuerpo y alma — jugaban a ser santos bajo la sonrisa maternal! ¿Por qué él, maestro del mundo, no se acuerda ahora de su queridísima hermana?...

Esto pensaba Escolástica, mientras a Benito le bullía en la mente una idea genial. La idea se trocó en bella realidad en 529, con la fundación del primer convento de monjas Benedictinas en el pintoresco valle de Plumbariola o «palomarcito», del que la Santa sería abadesa perfecta durante catorce años, «empuñando las armas de la obediencia» con aristocrática austeridad. En la cima del monte se alzaba la gran Abadía de los monjes. Desde el ventanillo de sus mutuas celdas descubrían la hermana al hermano y el hermano a la hermana; pero el muro de la clausura monástica se erguía entre ellos con frialdad de renunciación. Sólo una vez al año se entrevistaban en una alquería, pasando la jornada en místico coloquio, que nos lleva a la dulce evocación —Mónica y Agustín— del «éxtasis de Ostia».

Febrero del 543. Benito y Escolástica han acudido una vez más a la cita: La escena tiene la lozanía de lo siempre inédito y original. Ella ha hablado con voz entrecortada y sollozante. Sabe que es la última entrevista. El Esposo Divino le ha revelado que la rosa encendida de su alma va a ser trasplantada al jardín celestial. Él la ha escuchado embebecido, porque sus palabras rezuman suavidad y sabiduría «no aprendida». Entretanto, el sol ha traspuesto ya Monte Casino...

¡Adiós, hermana! i Hasta el año que viene! —ha dicho Benito.

—Hermano mío, te suplico no te vayas esta noche deliciosa y clara. ¿No ves cómo dialogan las estrellas? Hablemos aún de Dios.

—¿Qué dices, Escolástica? ¿Olvidas que no puedo pernoctar fuera del monasterio? Me turbas, hermana.

Ella no ha dicho nada. Ha bajado la cabeza y ha escondido el rostro entre las manos. ¿Llora? No. Reza.

El cielo se encapota. Ruge la tronada. Culebrea el relámpago. Diluvia. Escolástica levanta el rostro transfigurado: — ¡Qué! ¿No te vas? —pregunta con inefable ironía.

— ¡Qué es esto, Escolástica! ¿Has sido tú? —inquiere él anonadado.

—No, hermano mío: ha sido el amor. Dios lo ha preferido a la Regla.

«No me maravilla la victoria de Escolástica sobre el Patriarca de los monjes— comenta San Gregorio—; pues, según la expresión de San Juan. Dios es caridad, y más se le parece el que tiene más perfecto amor, el cual está por encima de; la disciplina y de la justicia. Plus pótuit, quia plus amavit...».

Tres días después vio Benito que una paloma blanca ascendía a las alturas desde el «palomarcito» de Campania. Era el alma de Escolástica.

«En la feliz armonía de sus vidas —dice galanamente una escritora moderna—, él fue como el acorde sonoro y arrollador que llena las naves del templo... Ella, como la dulce melodía de un salmo que penetra suavemente las almas».