24 DE FEBRERO
SAN MATÍAS
APÓSTOL (SIGLO I)
LOS candidatos y opositores a cargos que se proveen mediante sorteo, elección o sufragio, deberían encomendarse a San Matías, el hombre afortunado que. sin propagandas ni recomendaciones, triunfó en las urnas apostólicas y en los comicios de la Divina Providencia.
Su incorporación al Sacro Colegio de los Doce constituyó el primer acto solemne de jurisdicción pontificia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Cristo y Cabeza visible de su Iglesia.
«Por aquellos días —leemos en el Libro de los Hechos—, levantándose Pedro en medio de la asamblea, habló así a los hermanos: «Carísimos: era preciso que se cumpliese lo que vaticinó el Espíritu Santo en la Escritura por boca de David acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús, y se contaba entre nosotros con parte en este ministerio... Por eso se dijo en los Salmos: «Quede su morada desierta y ocupe otro su lugar en el episcopado».
Conviene, pues, hermanos míos, que entre los varones que nos han acompañado desde el bautismo de Juan hasta que el Señor subió a los cielos, elijamos a uno que sea como nosotros testigo de su Resurrección».
La triste defección de Judas ha quebrantado el místico número de los Doce. Falta un Patriarca de los doce Patriarcas, una piedra de las doce piedras del racional de Aarón, un título de los doce títulos del altar, un príncipe de los doce príncipes que llevaban el Arca del Testamento, un león de los doce leones del trono de Salomón, un torreón de los doce torreones de la Ciudad del Gran Rey, una puerta de sus doce puertas... Los Apóstoles no olvidan la regalada promesa del Maestro: «Os sentaréis en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel». Pedro se hace eco del común sentir: hay que completar el número simbólico...
¿Quién será el nuevo predilecto, el nuevo amigo, el nuevo Apóstol? Dos hombres dignos, adictos, beneméritos, son propuestos: José Barsabás — llamado «el Justo» — y Matías. El alto prestigio de ambos hace difícil la elección. El Príncipe de los Apóstoles pudiera hacer uso de su autoridad, pero prefiere dejarlo a la suerte, considerada por los hebreos como manifestación de la voluntad divina. «Señor — reza la asamblea—, Tú que conoces los corazones, muestra a cuál de éstos has elegido...).
«Y, echando a suertes —dice el texto— salió el nombre de Matías, que fue agregado a los once Apóstoles».
Sobre su frente escribe el Areopagita— «esplendió un rayo de luz divina».
Mañana de Pentecostés. El Cenáculo es un murmullo de oraciones. En el ambiente flota el presentimiento de que va a suceder algo grande. Un secreto placer, rayano en sobresalto, estremece las almas. Los corazones palpitan aceleradamente, generosamente. De súbito, un seco tronido y un silbido de huracán. Silencio imponente. Unas lenguas de fuego divino flamean sobre las cabezas de los reunidos. Es la consagración episcopal. Matías, transido de emoción, sonríe beatíficamente. ¡Él también ha recibido al Espíritu Santo! ¡También él ha sido constituido fundamento de la Iglesia de Cristo, para que renueve la faz del mundo! «Vosotros seréis mis testigos desde Jerusalén hasta las extremidades de la tierra...». A través del caleidoscopio de sus lágrimas está viendo un mundo encantado: habrá de ir por todas partes pregonando la locura de la cruz —stultítia crucis— expuesto a ser malquisto y perseguido, y aparecer ante los hombres como ejemplar de perfección evangélica. ¡Alto honor y terrible responsabilidad! Él, ni se engríe ni se acobarda. «Obrará la justicia con temor y temblor», dejará que el Espíritu Santo hable por su boca, será heraldo de la Verdad, aunque le cueste la vida.
En el Consejo apostólico ha habido reparto de naciones. A Matías le ha correspondido misionar en Etiopía. Tampoco ahora olvida las recomendaciones de Jesús: «Id, Yo os envío como a corderos entre lobos. No llevéis bolsa ni sandalias... Doquiera entréis, decid primero: «Paz a esta casa»... Comed de lo que os sirvan, porque digno es el obrero de su salario... Y decidles: «El reino de Dios está cerca de vosotros».
¿Para qué más? Le basta con la alegría de saberse apóstol y propagandista del reino de Dios.
San Clemente de Alejandría ha recogido la máxima favorita de San Matías, síntesis de ascética cristiana y compendio de su teología moral: «Es necesario refrenar la carne, sujetarla a la servidumbre del espíritu, servirse de ella como de trampolín para saltar hasta el cielo. El alma hay que robustecerla con la fe y el conocimiento de Dios».
Reconozcamos que no es nueva la doctrina, ni exclusiva de este Apóstol; pero es fundamental e imprescindible para regenerar a los pueblos infieles, sumidos en la mayor degradación moral. Ante todo, han de saber que el cuerpo puede ser instrumento de salvación o de condenación, y que el alma debe de esclavizarlo, explotarlo, con la penitencia, para el propio bien temporal y eterno, porque «el que siembre carne, recogerá corrupción». Esta doctrina tan elemental, regada y amasada con la sangre generosa del Apóstol predicador, será el germen de una de las más florecientes comunidades de la primitiva Iglesia.
El nombre de San Matías —«don de Dios»— figura en el Canon de la Misa desde los primeros siglos, y sus reliquias se veneran en Roma, en la iglesia española de Santa María la Mayor.