domingo, 13 de noviembre de 2016

GRADOS PARA HACER CRECER EL ÁRBOL DE LA SANTIDAD. Santo Tomás de Villanueva Comentario al Evangelio



Comentario al Evangelio


XXVI DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
VI DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA TRANFERIDO
Forma Extraordinaria del Rito Romano

David define, no al simplemente justo, sino al que ha prosperado y crecido en santidad, de la siguiente forma: Bienaventurado el varón que no anda en consejo de los impíos, ni camina por las sendas de los pecadores, ni se sienta en compañía de los malvados. Antes tiene en la ley del Señor su complacencia y a ella, día y noche, atiende. Será como árbol que se planta a la vera del arroyo, que a su tiempo, da fruto, cuyas hojas no se marchitan. (Sal 1, 1-3)

Vamos a estudiar esta descripción para ver en qué consiste la santidad y cuáles son sus grados.

El primer grado, observar la Ley. O, como dice , el salmista, no andar en consejo de impíos ni en la senda de los perversos. El primer paso para llegar a la santidad es apartarse del pecado. Dios no encuentra en el pecador nada que le plazca, puesto que odia la iniquidad. Mas no basta cumplir la ley. Hay que evitar, al observarla, toda negligencia, porque, de los contrario, se caerá fácilmente. El que se descuida, a pesar de toda su ciencia, construye un edificio sin cimientos y se expone a que un día, cuando se presente ante Dios, éste le diga: Retírate, no te conozco.

Amar la ley de Dios. Cumplir la ley basta para ser justo, pero no para ser santo. Para esto se requiere amarla. Al comenzar los caminos de la justicia, se soportan los mandamientos como pesadas cadenas. Cuando se llega a la perfección espiritual, la ley no es imposición, sino deseo. De por sí encierra sus encantos y aun cuando el pecado fuera permitido, el hombre encuentra ya en su interior cierta repugnancia para cometerlo. Yo amo tus mandamientos más que el oro. (Sal 118, 127)

¿Podrá hablar así quien sólo guarda los mandamientos a la fuerza? Hermanos, esforzaos por amar la ley de Dios.

Deseo de estudiarla. LA ley divina es fruto del amor, porque todo el mundo se goza en lo que ama. El santo se abisma en la meditación de la ley de Dios y la convierte en la ocupación preferida de su vida. Mas, por otra parte, esta meditación enciende el gusto y hace posible aquel amor de la ley. Hermanos, meditad los libros santos y encontraréis un alimento cuyo gusto no conoce más que quien lo ha saboreado, y un agua que riega y fecunda el árbol de la santidad. De lo contrario, mucho me temo que se agoste.

Dar frutos. Como el árbol plantado a la vera del arroyo, el santo da frutos abundantes; todas sus obras lo son; hasta la simple expresión de su rostro constituye un ejemplo. Cuando la santidad ha crecido, el santo no puede por menos de enseñar a otros lo que sabe, porque los seres más perfectos son los que pueden engendrar a otros semejantes. El que guarda la virtud solo para sí, no ha alcanzado más que ciertos límites de perfección. El que practicare y enseñare, éste será grande en el reino de los cielos. (Mt 5, 19)

La constancia. La santidad produce hombres de carácter, cuyas hojas no se marchitan. El carácter, la permanencia en los propósitos, es nota y condición esencial de la santidad. La Sagrada Escritura compara al pecador con un polvo ligero, fácilmente llevado de acá para allá por el vientecillo  de cualquier circunstancia o tentación. En cambio, el santo siente fortalecido el corazón con la gracia. (Hbr 13, 9) Quitadla y ¿qué otra cosa queda sino polvo?

Uno de los daños más funestos del pecado es la debilidad oscilante  a que nos reduce la voluntad, incapaz de resitir tentaciones y perseverar en ssu propósitos. La inconstancia nos impide salir de este estado.

¿Cuál es el arroyo, o mejor dicho, la fuente a la cual crece el árbol de la santidad? El Espíritu Santo.