Comentario al Evangelio
XXVI DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
VI DOMINGO
DESPUÉS DE EPIFANÍA TRANFERIDO
Forma Extraordinaria
del Rito Romano
David define, no al simplemente
justo, sino al que ha prosperado y crecido en santidad, de la siguiente forma:
Bienaventurado el varón que no anda en consejo de los impíos, ni camina por las
sendas de los pecadores, ni se sienta en compañía de los malvados. Antes tiene
en la ley del Señor su complacencia y a ella, día y noche, atiende. Será como
árbol que se planta a la vera del arroyo, que a su tiempo, da fruto, cuyas hojas
no se marchitan. (Sal 1, 1-3)
Vamos a estudiar esta descripción
para ver en qué consiste la santidad y cuáles son sus grados.
El primer grado, observar la Ley.
O, como dice , el salmista, no andar en consejo de impíos ni en la senda de los
perversos. El primer paso para llegar a la santidad es apartarse del pecado.
Dios no encuentra en el pecador nada que le plazca, puesto que odia la
iniquidad. Mas no basta cumplir la ley. Hay que evitar, al observarla, toda
negligencia, porque, de los contrario, se caerá fácilmente. El que se descuida,
a pesar de toda su ciencia, construye un edificio sin cimientos y se expone a
que un día, cuando se presente ante Dios, éste le diga: Retírate, no te
conozco.
Amar la ley de Dios. Cumplir la ley
basta para ser justo, pero no para ser santo. Para esto se requiere amarla. Al
comenzar los caminos de la justicia, se soportan los mandamientos como pesadas
cadenas. Cuando se llega a la perfección espiritual, la ley no es imposición,
sino deseo. De por sí encierra sus encantos y aun cuando el pecado fuera
permitido, el hombre encuentra ya en su interior cierta repugnancia para
cometerlo. Yo amo tus mandamientos más que el oro. (Sal 118, 127)
¿Podrá hablar así quien sólo
guarda los mandamientos a la fuerza? Hermanos, esforzaos por amar la ley de
Dios.
Deseo de estudiarla. LA ley
divina es fruto del amor, porque todo el mundo se goza en lo que ama. El santo
se abisma en la meditación de la ley de Dios y la convierte en la ocupación
preferida de su vida. Mas, por otra parte, esta meditación enciende el gusto y
hace posible aquel amor de la ley. Hermanos, meditad los libros santos y
encontraréis un alimento cuyo gusto no conoce más que quien lo ha saboreado, y
un agua que riega y fecunda el árbol de la santidad. De lo contrario, mucho me
temo que se agoste.
Dar frutos. Como el árbol
plantado a la vera del arroyo, el santo da frutos abundantes; todas sus obras
lo son; hasta la simple expresión de su rostro constituye un ejemplo. Cuando la
santidad ha crecido, el santo no puede por menos de enseñar a otros lo que
sabe, porque los seres más perfectos son los que pueden engendrar a otros
semejantes. El que guarda la virtud solo para sí, no ha alcanzado más que
ciertos límites de perfección. El que practicare y enseñare, éste será grande
en el reino de los cielos. (Mt 5, 19)
La constancia. La santidad
produce hombres de carácter, cuyas hojas no se marchitan. El carácter, la
permanencia en los propósitos, es nota y condición esencial de la santidad. La
Sagrada Escritura compara al pecador con un polvo ligero, fácilmente llevado de
acá para allá por el vientecillo de
cualquier circunstancia o tentación. En cambio, el santo siente fortalecido el
corazón con la gracia. (Hbr 13, 9) Quitadla y ¿qué otra cosa queda sino polvo?
Uno de los daños más funestos del
pecado es la debilidad oscilante a que
nos reduce la voluntad, incapaz de resitir tentaciones y perseverar en ssu
propósitos. La inconstancia nos impide salir de este estado.
¿Cuál es el arroyo, o mejor
dicho, la fuente a la cual crece el árbol de la santidad? El Espíritu Santo.