jueves, 11 de marzo de 2021

Deberes Para Con La Sagrada Eucaristía. El Amor. (4) San Pedro Julián Eymard

 

¿CÓMO PUEDE EL AMOR EUCARÍSTICO DE JESÚS LLEGAR A SER EL PRINCIPIO DE LA VIDA DEL ADORADOR Y SU VIRTUD DOMINANTE?

Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en continua inmolación mística de Jesucristo.

Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”.

En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2).

La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor angélico.

Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen María.

Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos nada más preciado que su misma persona.

Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor, vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.

El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía.

Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies eucarísticas.

Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre hasta el fin de los siglos.

Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas.

Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.

Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos cristianos.

Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de los altares.

La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia, hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del demonio.

A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía.

¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de él.

El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la herejía y de la impiedad.

Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil?

No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No –exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño, le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine en mí”.

“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño siquiera en un corazón humano”.

Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del mérito de su oblación.

Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz.

Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la ascensión no aparecen sobre el altar del amor.

La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser entre los hombres como un sol de amor.

 

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