lunes, 1 de marzo de 2021

Cristo, para purificarnos, reservó para sí los azotes. Homilía de D. Adrián Moreno

 


CONMEMORACIÓN DEL PADRE PÍO

Iglesia del Salvador. Toledo.

23 de febrero de 2021. Martes I de Cuaresma

 

         En medio de nuestro desierto cuaresmal, camino de la Pascua de Cristo, como cada día veintitrés, celebramos esta conmemoración del santo Padre Pío, a quien el Señor otorgó la gracia particular de identificarse con Él en su Pasión y ofrecerse así como víctima sacerdotal por la salvación de tantas almas, a las que continúa ayudando desde el Cielo, donde goza de la gloria y el premio de los que son fieles a la Cruz de Cristo. Agradezco de corazón al P. Carlos y al P. José Manuel la invitación a celebrar esta hermosa Liturgia de alabanza, que es la del mismo Cristo que se ofrece al Padre por nuestra salvación en el Espíritu Santo, que nos entrega desde la Cruz y que pedimos como fruto de la Pascua de Cristo para nosotros y para toda la Iglesia.

         En el Evangelio de este I martes de Cuaresma, hemos proclamado el momento en el que la ciudad de Jerusalén se conmueve por la entrada de Cristo Rey a quien los niños aclamaban en el templo: ¡Hosanna al Hijo de David!; a la vez que, encendido con el celo de la casa de su Padre, expulsa a todos los mercaderes del Templo, convertido en cueva de ladrones. Este pasaje ha sido denominado como la “purificación del Templo”, precisamente situado en Mateo y  Marcos en el contexto próximo de la Pasión, a diferencia del evangelista Juan que  sitúa una primera purificación del templo al inicio de su vida pública.

         Cuando contemplamos este pasaje, queda clara la intención de Jesús: devolver la sacralidad del Templo ante el uso pagano y comercial que suponía la venta de los animales y los cambios de moneda en aquellos días en que los judíos acudían para celebrar la Pascua. Aquella casa de oración se había convertido en “cueva de ladrones” porque ciertamente la actividad profana suponía robar a Dios su gloria en aquel espacio dedicado y consagrado a Él.

         Esta acción de Jesús nos debe hacer pensar en un primer momento en cómo cuidamos nuestra estancia en los lugares dedicados a su culto, en nuestros templos sagrados, en nuestras iglesias. Cuántas veces somos tan descuidados en mantener el silencio dentro de la iglesia, y no nos privamos de conversaciones innecesarias que podemos tener fuera, en otro lugar, y reservar el templo para conversar únicamente con Dios, porque ésta es “casa de oración”.

Pero, sin dejar de descuidar este aspecto exterior, más profundo aún es el sentido espiritual que supone esta purificación del Templo. El Templo ya no es un lugar material donde adorar a Dios; el templo es ahora el Cuerpo de Cristo, en el que ahora “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad” (Jn 4, 23). Así lo refiere Juan cuando Jesús dice: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré.” Pero él hablaba del templo de su cuerpo (Jn 2, 19.21). Tampoco olvidemos que los tres evangelios sinópticos indican que, al morir Jesús, el velo del templo se rasgó, como signo de la caducidad de la antigua ley, ley de servidumbre que, ahora cumplida en Cristo, nos introduce en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Es el templo definitivo, el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, formada por aquellos que hemos sido purificados por el Bautismo en el Espíritu, que habita en nosotros y nos hace templos suyos. De ahí la necesidad de esta purificación que Cristo de nuevo quiere realizar en nuestra alma en esta Cuaresma. Él, a través de la destrucción del templo de su cuerpo, por su pasión y muerte, y levantándolo en su Resurrección, ha expulsado del templo de nuestra alma los vicios que roban la gloria a Dios, que no dejan que nuestra alma sea “casa de oración” donde poder adorarle en Espíritu y verdad.

Ciertamente no está en nosotros la virtud de la purificación de nuestro templo, pero por eso, el mismo Jesús es quien ha pasado por la purificación de la pasión, como si nuestro cuerpo fuera el suyo, para limpiarnos con su preciosísima sangre. En este sentido, algunos autores advierten una diferencia entre el evangelio de Juan y los sinópticos; Juan señala que Jesús, en aquella primera purificación del templo al inicio de su vida pública “hizo un azote de cordeles” para echar a los mercaderes del templo; sin embargo, en el relato de la purificación de Mateo y Marcos, ya cercana la pasión, no aparece ese gesto, como queriendo indicarnos que reservaría aquel azote de cordeles para sí mismo, en el atroz tormento de la flagelación. Sin duda, fue el azote de nuestros pecados el que desfiguró el cuerpo de Cristo; es el azote de nuestros pecados el que desfigura su imagen en nosotros y el que rompe la comunión con su cuerpo, la Iglesia. Pero de nuevo es Él, quien dejando desgarrar su carne y brotar su sangre, por la fuerza del amor que da la vida, purifica nuestro templo, recibiendo Él el castigo que nos correspondía a nosotros recibir por nuestros pecados.

Es este amor hasta el extremo de Cristo el que nos debe mover también a nosotros en esta Cuaresma a expulsar del templo de nuestro cuerpo y de nuestra alma todo aquello que roba a Dios su lugar y que es indigno de su presencia en nosotros. Es este celo santo de Cristo por la gloria del Padre el que pedimos que infunda en nosotros su Santo Espíritu, al participar en este Santo Sacrificio por el que se renueva continuamente su Pasión purificadora. Termino con estas palabras del Padre Pío, dirigidas a una de sus hijas espirituales, que nos dispongan para participar en el memorial de su Pasión y recibir con humildad, contrición y confianza su Sagrado Cuerpo y Sangre  que nos purifican:

 

“¡Pero qué exceso de amor el del Padre por nosotros, que después de haberlo visto sufriendo el pésimo tratamiento de un juego miserable, permite a su Hijo permanecer aún entre nosotros, para ser cada día víctima de nuevas injurias!

 

¿Pero cómo ha podido este Padre tan bueno consentir en esto? ¿No bastaba, oh Padre eterno, haberle permitido una vez a este querido Hijo tuyo caer en las manos del furor de los enemigos judíos? ¡Oh! ¿Cómo puedes consentir que él permanezca todavía en medio de nosotros para verlo cada día en manos tan indignas de tantos pésimos sacerdotes, peores que los mismos judíos? ¿Cómo se mantiene, oh Padre, tu piadoso corazón al ver a tu Unigénito descuidado y quizás también despreciado por tantos cristianos indignos? ¿Cómo, oh Padre, puedes consentir que él sea recibido sacrílegamente por tantos cristianos indignos?

 

¡¡Oh Padre santo, cuántas profanaciones, cuántos sacrilegios debe tu piadoso corazón tolerar!! ¿Quién, pues, oh Dios, asumirá la defensa de este manso Cordero, que jamás abre la boca por su propia causa y sólo la abre por nosotros? ¡Eah! Padre, yo hoy por un sentimiento egoísta no puedo rogarte que quites a Jesús de en medio de los hombres; ¿y cómo podría vivir yo, tan débil y flojo, sin este alimento eucarístico?

 

No poseo esa fuerza, que quizás debería tener si amase un poco más a tu santísimo Hijo; pero en tanto, Padre santo, te pido poner pronto fin a este mundo o de terminar con tanta iniquidad que contra la adorable persona de tu Unigénito se permite. Hazlo, oh Padre, ya que puedes; hazlo, porque lo requiere el amor que este Hijo te brinda. Glorifícalo, como él te ha glorificado y mientras tanto, Padre santo, danos hoy nuestro pan cotidiano; danos a Jesús siempre durante nuestra breve estadía en esta tierra de exilio; dánoslo y haz que nosotros seamos siempre más dignos para recibirlo en nuestro pecho.”