Homilía de maitines
22 de agosto
FIESTA DEL
INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
Homilía
de san Roberto Belarmino, obispo
De las siete
palabras de Cristo en la Cruz, capítulo 12
La
carga y el yugo que puso nuestro Señor en San Juan, al confiar a su cuidado la
protección de su Madre Virgen,
fueron ciertamente un
yugo dulce y
una carga ligera.
¿Quién pues no estimaría
una felicidad habitar bajo el mismo techo
con quien había llevado por nueve meses en su vientre
al Verbo Encarnado,
y había disfrutado
por treinta años
la más dulce
y feliz comunicación
de sentimientos con
Él? ¿Quién no
enviaría al discípulo
elegido de nuestro
Señor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la
presencia constante de la Madre de Dios?
Y aún así si no me equivoco está en nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo Señor,
que se hizo Hombre por nuestra salvación
y fue crucificado por amor a nosotros, nos diga en relación a su Madre,
“He ahí a tu Madre”, y diga a su
Madre por cada
uno de nosotros
“He ahí a
tu hijo!”.
Nuestro buen Señor no escatima sus
gracias, con tal
que nos acerquemos
al trono de
gracia con fe
y confianza, con corazones
sinceros, abiertos y no hipócritas. Aquel que desea tenernos como coherederos
del reino de su
Padre, no desdeñará
tenernos como coherederos
en el amor
de su Madre.
Y tampoco nuestra
benignísima Madre llevará
a mal tener
una innumerable multitud
de hijos, pues ella tiene un corazón capaz de
abrazarnos a todos, y desea ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos
que su Divino Hijo redimió con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos
por tanto con
confianza al trono
de la gracia
de Cristo, y
con lágrimas roguémosle
humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, “He ahí a tu hijo”,
y a nosotros en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”.
Cuán seguros estaremos bajo
la protección de tal Madre! ¿Quién se atreverá a apartarnos de debajo de su manto? ¿Qué tentaciones, qué tribulaciones podrían
vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios
y Madre nuestra?
Y no seremos
los primeros que han
obtenido tan poderosa
protección. Muchos nos
han precedido, muchos,
digo, se han
puesto bajo la singular
y maternal protección de tan
poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella con su alma en un estado
perplejo y abatido, sino que todos los que han confiado en el amor de tal Madre
están felices y gozosos. De ella se ha escrito: “Ella te pisará la cabeza.”
Quienes confían en ella pueden con seguridad “pisar sobre el áspid y la víbora,
y hollar al león y al dragón”. Pues parecería increíble que perezca alguien en
cuyo favor Cristo le ha dicho a su Madre: “He ahí a tu hijo”, con tal que no preste
oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: “He ahí a tu
Madre”.