jueves, 15 de julio de 2021

VIDA EUCARÍSTICA DE MARÍA EN EL CENÁCULO. San Pedro Julián Eymard

 


VIDA EUCARÍSTICA DE MARÍA EN EL CENÁCULO

El amor exige más que los obsequios asiduos de la conversación y de la presencia; exige comunidad e identidad de vida.

En el cenáculo, María vivía de la vida eucarística de Jesús.

Había participado de la vida de su Hijo en todos sus misterios, siendo pobre como Él en Belén, estando oculta en Nazaret, siendo perseguida durante su vida evangélica e inmolada en la hora de su vida de sufrimiento. Con mayor razón debía, pues, vivir de la vida eucarística del Salvador, fin y coronamiento de todas las demás.

Y como la vida de Jesús en el santísimo Sacramento es vida interior, oculta y sacrificada, lo será también la vida de la santísima Virgen durante veinticuatro años, con la que acabará su peregrinación terrestre.

 

I. Vida oculta

Jesús lleva vida oculta en el santísimo Sacramento. Honra el silencio y la soledad, condiciones esenciales de la vida en Dios. Se encuentra en él muerto al mundo, a su gloria, a sus bienes, a sus placeres. Su vida es vida enteramente resucitada y celestial.

Tal es la vida de María después de la ascensión de su divino hijo: se retira al cenáculo sobre el monte Sión y se envuelve en obscuridad y olvido. Los santos evangelistas no repetirán sus admirables palabras ni nos contarán ya para alimento de nuestra piedad sus santísimas acciones y virtudes purísimas, pues la han dejado en el cenáculo a los pies del adorable Sacramento, en el ejercicio habitual de la adoración humilde y anonadada.

Como vive en este centro de amor, está muerta al mundo como su divino hijo. En la divina Hostia cifra todos sus bienes, toda su gloria, toda su felicidad. Porque ¿no es ella su Jesús?

Tal debe ser la vida de los adoradores, hijos de María. Deben estar muertos al mundo profano y terrestre. El principio de su vida sobrenatural debe ser la vida resucitada de Jesús, cuya forma eucarística, silenciosa y solitaria debe excitarles a huir del mundo, no teniendo con él más que las relaciones necesarias de estado y de conveniencia, para dar a sus almas algunos momentos de libertad y de paz visitando a Dios oculto en el santísimo Sacramento.

Porque la servidumbre del mundo y la tentación de Satanás consisten cabalmente en absorber de tal manera a los hombres en la vida exterior, por las exigencias tiránicas de los negocios terrestres, que no tengan ni un momento para el alma ni para Dios. Y la primera condición de la vida cristiana y eucarística es la libertad espiritual, es el deshacerse de toda servidumbre mundana, es el saber dar al alma su descanso y su pan de vida, sin los cuales no tiene más remedio que morir.

 

II. Vida interior

En el santísimo Sacramento, Jesús vive con vida totalmente interior. Está continuamente en actitud de ofrenda de sí al amor y a la gloria de su Padre, cuyas perfecciones todas contempla su alma humana.

En su estado sacramental, Jesús continúa las virtudes de anonadamiento de su vida mortal, continúa aquella humildad que le indujo a rebajarse hasta la forma de esclavo; humillándose aquí hasta la forma de pan, y juntándose con una mera apariencia de ser llega hasta los linderos de la nada.

En la Eucaristía continúa practicando la pobreza, pues no trae del cielo más que su persona adorable y su amor. Del hombre espera la hospitalidad, aunque no sea más que la de un establo, las vestiduras para su culto y la materia del sacrificio.

Continúa asimismo la obediencia, que es aún mayor y más universal que durante su vida mortal, ya que obedece a todos los sacerdotes, a todos los fieles y aun a los mismos enemigos. Obedece de día y de noche, obedece siempre. No quiere elección ni libertad, porque son cosas que no quiere el amor. La Eucaristía es el rey de la gloria obedeciendo hasta el fin del mundo.

En la Eucaristía, Jesús continúa su vida de oración; más todavía, la oración es la única ocupación de su alma. Jesús contempla a su Padre, contempla su grandeza y su bondad; adórale con profundos anonadamientos que junta a su estado de gloria; le agradece incesantemente los dones y beneficios que concede a los hombres; nunca deja de implorar por los pecadores la gracia de la misericordia y paciencia divinas y de continuo solicita la caridad del Padre celestial por quienes ha rescatado con su cruz.

Tal es la vida contemplativa de Jesús y tal es también la vida de María. Ella honra las virtudes humildes de Jesús y las vuelve a vivir imitándolas perfectamente.

Como el Dios escondido, quisiera no ser más que una apariencia humana, trocándose y transformándose del todo en la vida de Jesús.

María es pobre, tan pobre como Jesús en el santísimo Sacramento, y aún más porque puede experimentar en toda su realidad las necesidades y las privaciones que impone la santa pobreza.

Vive obedeciendo, no sólo a los apóstoles, sino también a los últimos ministros del estado y de la sociedad. Su obediencia es sencilla y mansa, porque ¡se ve tan satisfecha de poder obedecer como Jesús!

Pero la vida interior de María consiste sobre todo en el amor a su divino hijo, amor que le hace compartir todos sus pensamientos, sentimientos y deseos. María no perdía de vista nunca la presencia eucarística de Jesús, sino que se unía sin cesar a su oración y a sus adoraciones, y vivía en Él y para Él en contemplación nunca interrumpida de su divinidad y de su humanidad santísima, sometiéndose del todo y entregándose a la influencia de la gracia.

El adorador debe imitar junto con María las virtudes interiores de Jesús en el santísimo Sacramento. Aplíquese con constancia y paciencia a la virtud del recogimiento, al ejercicio de la contemplación de Jesús por el silencio, el olvido de las criaturas y los actos de unión fervorosos y repetidos.

¡Oh, feliz el alma que comprende esta vida de amor y la desea y la pide sin nunca cansarse y en ella se ejercita incesantemente! La tal tiene ya conquistado el reino de Dios.

III. Vida sacrificada

Pero donde el alma de María se mostraba en toda su pujanza era en la perfección de su conformidad con Jesús, en compartir el estado de inmolación de Jesús en el santísimo Sacramento.

María adoraba a su queridísimo hijo sobre este nuevo calvario donde le crucificaba su amor, presentándolo a Dios para la salvación de su nueva familia. Y a la vista de Jesús en la cruz, con sus llagas abiertas, renovaba en su alma el martirio de su compasión. Le parecía en la santa misa ver a su hijo crucificado chorreando sangre entre tormentos y oprobios, desamparado de los hombres y de su Padre, muriendo en el acto supremo de su amor. Después de adorar en la consagración a su hijo presente en el altar, derramaba abundantes lágrimas sobre su estado de víctima, sobre todo en vista de que los hombres no hacían ningún caso de este augusto sacrificio; esterilizando así para sus almas el misterio de la redención, y en vista de que había quienes se atrevían a ofender y despreciar a la adorable víctima ofrecida ante sus ojos y para su propia salvación.

Para reparar estos ultrajes, María hubiera querido sufrir mil muertes, tanto más cuanto que los desdichados que así se portaban eran hijos suyos, a ella confiados por Jesús.

¡Pobre Madre! ¿No le bastaba, por ventura, un calvario? ¿Por qué renovar, por tanto, todos los días estos tormentos y herir su corazón maternal con nuevas espadas de impiedad? Con todo eso, en lugar de desechar y de maldecir a los pecadores, María tomaba sobre sí junto con Jesús, como correspondía a la mejor de las madres, la deuda de sus crímenes, los expiaba con la penitencia, se hacía víctima al pie del altar, pidiendo gracia y misericordia por sus hijos culpables.

Viendo a su madre inmolada como Él, Jesús se consolaba del abandono de los hombres, tenía por bien hechos los sacrificios que tan generosamente hizo y prefería el estado de anonadamiento y de oprobio al de gloria. Porque con los obsequios de María quedaba compensado todo y hallaba indecible satisfacción en recibir su oración y sus lágrimas derramadas para la salvación del mundo.

Sepan, pues, los adoradores unirse junto con María al sacrificio de Jesús, para también ellos ser un consuelo para la augusta víctima.

Tengan en su vida un lugar para el sufrimiento voluntario abrazado por amor. Háganse salvadores en unión con Jesús para completar en lo que les concierne lo que falta a su pasión eucarística.

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