viernes, 9 de octubre de 2015

NUESTRA SEÑORA EN EL EVANGELIO. Sermón del Beato Newman


Hay un pasaje en el evangelio de este día (nota: III Domingo de Cuaresma, Lc 11, 14 – 28; hoy en la Forma Extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia)que puede habernos chocado a muchos y exige una aclaración. Mientras Nuestro Señor estaba predicando, una mujer de entre la multitud gritó: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste» (Lc 11,27). Nuestro Señor asintió, pero en lugar de contentarse con las buenas palabras de la mujer, continuó diciendo algo más: «Sí, dijo, pero dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan». Habla de una dicha mayor. Bien; estas palabras requieren alguna aclaración, aunque no fuera sino porque hay muchas personas hoy día que piensan que están dichas en desprecio de la gloria y la bienaventuranza de la Santísima Virgen María, como si Nuestro Señor hubiera dicho: «Mi madre es dichosa, pero mis verdaderos siervos son más dichosos que Ella». Así, pues, diré algo sobre este pasaje, y con una peculiar oportunidad, porque justamente ahora estamos celebrando la fiesta del «Lady Day», la gran fiesta en la que conmemoramos la Anunciación, esto es, la visita del Ángel Gabriel y la milagrosa concepción del Hijo de Dios, Nuestro Señor y Salvador, en su seno.
Unas pocas palabras bastarán para demostrar que las de Nuestro Señor no son despreciativas para la gloria y dignidad de su Madre, la primera de las criaturas y la Reina de los Santos. Porque, mirad, Él dice que es más santo guardar sus mandamientos que ser su Madre. Y ¿creéis que la Santísima Madre de Dios no guardó los mandamientos de Dios? Nadie, desde luego – ni siquiera los protestantes – negará que los cumplió. Pues bien, siendo así, lo que dice Nuestro Señor es que la Santísima Virgen era más santa porque guardaba los mandamientos que porque fuera su Madre. ¿Qué católicos niega esto? Al contrario, todos nosotros los confesamos. Todos los católicos lo confiesan. Los Santos Padres de la Iglesia nos dicen una y otra vez que Nuestra Señora era más bendita por cuanto hacía la voluntad de Dios que por ser su Madre. Era bendita de dos maneras. Era bendita siendo su Madre; era bendita estando llena del espíritu de fe y de obediencia. Y esta última bendición era la mayor. Estoy diciendo lo que dicen tan expresivamente los Santos Padres. San Agustín dice: «Más bendita fue María recibiendo la fe de Cristo que recibiendo la carne de Cristo». Igualmente Santa Isabel, cuando la Visitación, le dice: Beata es quae credidisti («Bienaventurada eres tú que creíste»); y San Juan Crisóstomo va tan lejos como para decir que Ella no habría sido bienaventurada, aunque hubiera sido madre de Cristo, si no hubiera oído la palabra de Dios y la hubiera guardado.
Hemos empleado la expresión, «San Juan Crisóstomo va tan lejos….», no porque no sea una auténtica verdad. Yo digo que es cierto que la Santísima Virgen no hubiera sido bienaventurada, aunque hubiera sido la Madre de Dios, si no hubiera cumplido la voluntad divina; pero decirlo es una cosa absurda, porque se supone un imposible; se supone que podría haber sido tan altamente favorecida, de una parte, y de otra no penetrada y poseída por la gracia de Dios; porque cuando el Ángel la visitó la llamó, expresivamente, llena de gracia: Ave gratia plena. Las dos bendiciones no se pueden dividir. (Incluso es de señalar que Ella tuvo la oportunidad de contrastarlas y dividirlas, y que prefirió guardar los mandamientos de Dios a ser su Madre si ambas cosas no hubieran podido ser al mismo tiempo). Quien fue escogida para ser Madre de Dios, fue también escogida para ser llena de gracia. Esto que oís es una aclaración de las altas doctrinas recibidas entre los católicos acerca de la pureza e impecabilidad de la Santísima Virgen. San Agustín no quiere oír hablar de que Ella cometiera jamás un pecado, y el Sagrado Concilio de Trento declara que, por un privilegio especial, evitó todo pecado, incluso venial, a lo largo de toda su vida. Y en este momento, sabéis que es creencia admitida por todos los católicos el que no fue concebida con el pecado original y que su concepción fue inmaculada.
¿De dónde proceden estas doctrinas? Proceden del gran principio contenido en las palabras de Nuestro Señor, que yo estoy comentando. Él dice: «Es más santo hacer la voluntad de Dios que ser la Madre de Dios». No digáis que los católicos no sienten profundamente esto; lo sienten tan profundamente que siempre están extendiéndose en los conceptos de su virginidad, pureza, condición inmaculada, fe, humildad y obediencia. No digáis nunca, pues, que los católicos olvidan este pasaje de la Escritura. Si celebran con recogimiento la fiesta de la Inmaculada Concepción, de la Pureza, etc., es porque valoran tanto la bienaventuranza de la santidad. La mujer de la multitud gritó: «¡Dichoso el seno y los pechos de María!» Hablaba sinceramente; no quería excluir la dicha superior, pero sus palabras se dirigieron sólo a un aspecto. Por eso Nuestro Señor las completó. Y por eso su Iglesia después de Él, gozándose en el gran misterio sagrado de la Encarnación, ha sentido siempre que, quien de manera tan inmediata participó en él, debe haber sido santísima. Y por eso, por el honor del Hijo ha exaltado siempre la gloria de la Madre. Así como nosotros le damos a Él lo mejor de nosotros, le atribuimos lo mejor, edificamos nuestras iglesias costosas y bellas; así como cuando fue descendido de la cruz sus piadosos discípulos le envolvieron en fino lino y le enterraron en una sepultura en la que no había sido sepultado nadie; así como su morada en el cielo es pura y sin mancha, así tenía que ser – y lo fue efectivamente – santo, inmaculado y divino aquel tabernáculo del cual tomó carne, en el que descansó. Así como se había preparado un cuerpo para Él, así había sido preparado un lugar para ese cuerpo. Antes de que la Bienaventurada María pudiera ser Madre de Dios, y para que lo fuera Ella fue separada aparte, santificada, llena de gracia y puesta en la presencia del Eterno.
Y los Santos Padres han recogido siempre la exacta obediencia y la inculpabilidad de la Santísima Virgen a partir de la narración auténtica de la Anunciación, cuando se convirtió en Madre de Dios. Porque cuando se le apareció el Ángel y le declaró la voluntad de Dios, dicen los Santos Padres que Ella manifestó especialmente cuatro gracias: humildad, fe, obediencia y pureza. Además, estas gracias eran condiciones previas para ser elegida para tan alto favor. Si no hubiera tenido fe, humildad, pureza y obediencia no habría merecido ser Madre de Dios. Así, es corriente decir que concibió a Cristo en su mente antes de concebirlo en su cuerpo, con lo que se indica que la bienaventuranza de la fe y la obediencia precedió a la de ser una Virgen Madre. Aún más, se ha dicho que Dios esperó su consentimiento antes de venir y encarnar en Ella. De la misma manera que Él no realizó actos de poder en un lugar, porque no tenían fe; así este gran milagro, por el cual se hizo hijo de una criatura, se mantuvo en suspenso hasta que Ella fue probada y encontrada en disposición para él, hasta que Ella obedeció.
Pero hay algo más que añadir. Acabo de decir que ambas bendiciones no podían ser divididas, que iban juntas. «Bienaventurados el seno», etc.; «Sí, pero bienaventurados más bien…», etc. Es verdad, pero observad esto. Los Santos Padres enseñan siempre que en la Anunciación, cuando el Ángel se apareció a Nuestra Señora, Ella indicó que prefería la que Nuestro Señor dijo que era la mayor de ambas bendiciones. Porque cuando el Ángel le anunció que estaba destinada a gozar de la bendición que las mujeres judías, época tras época, habían anhelado, de ser la Madre del Cristo esperado, Ella no se precipitó, como habría hecho otra, sino que esperó. Esperó hasta que se le dijo que ello sería compatible con su estado de virginidad. No quiso aceptar el más asombroso honor; no quiso hasta que se le satisfizo este punto. «¿Cómo podrá ocurrir esto, si yo no conozco varón?» Hacen notar que Ella había hecho un voto de virginidad y consideraba este santo estado como algo más elevado que ser Madre de Cristo. Tal es la enseñanza de la Iglesia, que muestra claramente cuán estrechamente observa la doctrina de las palabras de la Escritura, que yo estoy comentando; cuán íntimamente que la Santísima Virgen las sintió; que aunque era bendito el seno que llevó a Cristo y esos pechos, más bendita era el alma llena de gracia, que por ser así fue recompensada con el extraordinario privilegio de ser Madre de Dios.

Pero ahora surge una nueva cuestión que vale la pena considerar. Puede preguntarse, ¿por qué Nuestro Señor pareció disminuir el honor y privilegio de su Madre? Cuando la mujer dijo «dichoso el seno», etc., Él contestó efectivamente, «sí». Pero fue más allá, «sí, pero más bien dichosos», etc. Y en otra ocasión, cuando alguien le comunicó que su Madre y sus hermanos estaban fuera, dijo: «¿Quién es mi Madre?», etc. Y en una anterior, cuando empezaba sus milagros y su Madre le dijo que los invitados a la boda no tenían vino, dijo: «Mujer, ¿qué tengo Yo que ver contigo? Mi hora aún no ha llegado». Estos pasajes parecen haber sido dichos con frialdad hacia la Santísima Virgen, aunque el sentido puede explicarse satisfactoriamente. ¿Qué significan, pues? ¿Por qué habló Él así?

Expondré dos razones:
1. Lo primero que se deduce de lo que he estado diciendo es esto: que durante muchos siglos todas las mujeres judías habían anhelado ser la Madre del Cristo esperado, y, al parecer, no lo habían asociado a una superior santidad. Por ello habían estado tan deseosas del matrimonio; por ello habían tenido el matrimonio en tan gran honor. Ahora bien, el matrimonio es una ordenación divina, y Cristo lo hizo Sacramento, aunque hay un estado más elevado, que los judíos no comprendieron. La idea común era asociar la religión con los placeres de este mundo. No conocieron, comúnmente hablando, lo que era renunciar a este mundo por el venidero. No entendieron que la pobreza es mejor que la riqueza, que el mal nombre es mejor que el buen nombre, el ayuno y la abstinencia mejor que los banquetes, y la virginidad mejor que el matrimonio. Y por eso, cuando la mujer de la multitud habló sobre la bienaventuranza del seno que le llevó y los pechos que le amamantaron, Él les enseñó, a ella y a todos los que le escuchaban, que el alma era más importante que el cuerpo, y que estar unido a Él en espíritu era mejor que estar unido a Él en carne.
2. Esta es una razón; y la otra es más interesante para nosotros. Vosotros sabéis que Nuestro Salvador vivió, durante los primeros treinta años de su vida terrena, bajo el mismo techo que su Madre. Cuando volvía con Ella y con San José de Jerusalón, a la edad de doce años, está escrito expresivamente que les estaba sujeto. Es una expresión categórica; pero dicha sujeción, dicha vida de familia no había de durar hasta el final. Incluso en la ocasión en que, según nos dice el Evangelista, les estaba sujeto, Él había hablado y hecho cosas que les explicó diciéndoles enfáticamente que tenía otros deberes. Porque Él les había abandonado y se había quedado en el Templo con los doctores, y cuando ellos expresaron su sorpresa, contestó: «¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» Esta fue, creo yo, una anticipación del tiempo de su ministerio, cando habría de abandonar su casa. Durante treinta años permaneció en ella, pero tal como observó cuidadosamente sus deberes en el hogar, mientras tales fueron sus deberes, así fue celoso de la obra de su Padre, cuando llegó el tiempo de realizarla. Llegado el tiempo de de su misión, dejó su casa y a su Madre, tan querida como le era, y se apartó de Ella.

En el Antiguo Testamento, los levitas fueron elogiados porque no conocieron padre ni madre cuando el servicio de Dios lo exigió. «Quién dijo a su padre y a su madre no os conozco, y a sus hermanos no consideró» (Deut. 33). «Desconocieron a sus hijos». Habiendo sido tal la conducta de la tribu sacerdotal bajo la ley, le convenía al gran y único Sacerdote del Nuevo Pacto dar un ejemplo de aquella virtud que se halló y fue premiada en Leví. El mismo había dicho: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí». Y nos dijo que «todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna». Le correspondió, pues, a Él, que dio el precepto, poner el ejemplo; y así como dijo a sus seguidores que abandonasen cuanto tenía por el servicio de su reino, Él hizo cuanto podía en su propia Persona; abandonar todo cuanto tenía, dejar su casa y a su Madre, cuando debía predicar el Evangelio.

Así fue que, al principio de su ministerio dejó a su Madre. Al tiempo que hizo su primer milagro, lo proclamó. Hizo este milagro a invitación suya, pero dio a entender, o más bien declaró, que estaba entonces comenzando a separarse de Ella. Dijo: «¿Qué hay entre Tú y Yo?» Y después: «Mi hora aún no ha llegado»; es decir, «llega la hora en que te reconoceré nuevamente, oh Madre mía. La hora en que Tú intercederás ante mí, eficaz y poderosamente. La hora en que, a petición tuya, Yo haré milagros. Llega, pero aún no ha llegado. Y hasta entonces, ¿qué hay entre Tú y Yo? Yo no te conozco. De momento te he olvidado».
Desde esta ocasión no tenemos noticia de que hubiera visto a su Madre hasta que la vió bajo su cruz. Se separó de Ella. Una vez Ella intentó verle: corrió el rumor de que Él estaba fuera de sí. Sus amigos intentaron llamar su atención. La Santísima Virgen, al parecer, no quiso quedarse atrás. También fue. Le llegó un mensaje de que ellos le buscaban, de que no podían llegar a Él a causa de la muchedumbre. Entonces Él pronunció estas graves palabras: «¿Quién es mi madre?», etc., significando, evidentemente, que había dejado todo por el servicio de Dios y que, así como para nuestro provecho había nacido de la Virgen, así para nuestro provecho renunció a su Madre Virgen, porque debía glorificar a su Padre Celestial y realizar su obra.
Tal fue su separación de la Santísima Virgen; pero cuando en la cruz dijo: «Todo está acabado», el tiempo de separación terminaba. Y por eso, justamente antes, su Santísima Madre se le unió, y Él, viéndola, la reconoció de nuevo. Había llegado su hora y refiriéndose a San Juan le dijo: «Mujer, he ahí a tu hijo», y a San Juan: «He ahí a tu Madre».
Y ahora, hermanos, como conclusión, diré sólo una cosa. Yo no deseo que vuestras palabras vayan más allá de vuestros mismos sentimientos. No deseo que cojáis libros conteniendo las alabanzas de la siempre Virgen Bendita y los uséis e imitéis irreflexivamente, sin consideración. Pero estad seguros de que si no sois capaces de participar del calor de los libros extranjeros de devoción, será un defecto por vuestra parte. Usar palabras brillantes no lo arreglará; es un defecto interno que sólo se puede superar poco a poco, pero es un defecto por esta razón y por ninguna otra. Contad con él; el camino para penetrar en los sufrimientos del Hijo es penetrar en los sufrimientos de la Madre. Poneos al pie de la cruz, ved a María allí, de pie, mirando hacia arriba y atravesada por la espada. Imaginada sus sentimientos y hacedlos vuestros. Que sea Ella vuestro gran ejemplo. Sentid lo que Ella sintió y lloraréis dignamente la muerte y pasión de vuestro Salvador y suyo. Tened su fe sencilla y creeréis bien. Pedid ser llenados con la gracia que se le concedió a Ella. ¡Ay! Vosotros deberéis tener muchos sentimientos que Ella no conoció; sentimiento del pecado personal, de dolor personal, de contrición, de incluso de odio, pero éstos acompañarán naturalmente en un pecador a la fe, a la humildad, a la sencillez, que fueron los grandes adornos de Ella. Llorad con Ella, creed con Ella y al final experimentaréis sus bienaventuranzas, de la que habla el texto. Nadie puede tener su especial prerrogativa y ser la Madre del Altísimo pero tendréis participación en esa otra bienaventuranza suya que es la mayor: la bienaventuranza de hacer la voluntad de Dios y de guardar sus mandamientos. [2]

John Henry Cardenal Newman. Sermones católicos. Neblí, Clásicos de Espiritualidad. Ed. Rialp, 1.959, pp. 159 - 175