La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias. En marzo de 1925 celebré mi primera Misa en la Santa Capilla. A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! —le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño—, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea.
He tenido luego muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre. (...)
La Madre de Cristo, Rey y Señor de todo lo creado, Rey de un reino de vida, de verdad, de santidad, de gracia, de justicia, de amor y de paz, es Reina también del mundo, de los hombres y de los ángeles. Reina que ansía reinar, antes que nada, en los corazones de sus hijos. Así son las madres: no buscan el clamor aparatoso; esperan esas pequeñas manifestaciones de que los hijos no las olvidan, de que el pensamiento y el corazón saltan de gozo —una alegría tranquila, serena, profunda— cuando se piensa en la madre.
Pero los buenos hijos saben entregar a su madre más de lo que pide. ¿Hace falta poner ejemplos, al escribir sobre la Virgen del Pilar? Entre las paredes de este templo —que parecen de piedra y son de amor—, se ha encendido el cariño de muchas generaciones de cristianos. Mi preferencia va a los gestos y a las palabras que han quedado entre cada alma y la Madre de Dios; a esos millones de jaculatorias, de piropos callados, de lágrimas contenidas, de rezos de niños, de tristezas convertidas en gozo al sentir en el alma la caricia amorosa de Nuestra Madre.
El culto a Santa María, las muestras de amor a la Santísima Virgen pertenecen al patrimonio de la Iglesia universal. No puede decirse que sean propias o exclusivas de un determinado país o de una institución religiosa. Se han plasmado en devociones, aprobadas y recomendadas por la Iglesia, unidas a ese tesoro de fe que forman los dogmas y los extraordinarios atributos que acabo brevemente de mencionar.
Para mí, la primera devoción mariana —me gusta verlo así— es la Santa Misa. (...) El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. (...)
En estas páginas, me dirijo especialmente a los millones de cristianos, repartidos por el mundo entero, que invocan a Santa María con el título de Nuestra Señora del Pilar. Al escribirles sobre esta práctica de piedad a la Santísima Virgen, me invade la impresión de vender miel al colmenero. No me atrevo a dar lecciones, cuando me refiero a un lugar donde tanto he aprendido. No busco prosélitos, sino cómplices: compañeros en la bendita tarea de cantar a la Madre de Dios. Pero tampoco puedo dejar de preveniros ante las circunstancias de estos momentos actuales, cuando en la Santa Madre Iglesia suenan voces confusas — digámoslo con la sinceridad de mi tierra; herejías—, que intentan arrancar la verdad de las inteligencias de los fieles.
Escribí cuando era joven —con una convicción cristalizada quizá en aquellos años de mis diarias visitas al Pilar— que a Jesús se va y se vuelve por María. Con esa misma convicción afirmo que no nos ha de extrañar que, los que no desean que los cristianos vayan a Jesús —o que vuelvan a El, si por desgracia lo han perdido—, empiecen silenciando la unión a Nuestra Señora o sosteniendo, como hijos ingratos, que las tradicionales prácticas de piedad están superadas, que pertenecen a una época que se pierde en la historia. Las almas desgraciadas, que alimentan esa confusión, no perciben que quizá involuntariamente cooperan con el enemigo de nuestra salvación, al no recordar aquella sentencia divina: pondré perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo.
Si se abandonan las numerosas devociones marianas, muestras del amor a Nuestra Señora, ¿cómo lograremos los hombres, necesitados siempre de concretar nuestro amor con frases y con gestos, expresar el cariño, la gratitud, la veneración a la que con su fiat —hágase en mí según tu palabra— nos ha convertido en hermanos de Dios y herederos de su gloria?
Si se debilita en el alma del cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a la pérdida del amor de Dios. (...)
Nuestra Señora, por tanto, no puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano. No es indiferente dejar de acudir a los santuarios que el amor de sus hijos le ha levantado; no es indiferente pasar por delante de una imagen suya, sin dirigirle un saludo cariñoso; no es indiferente que transcurra el tiempo, sin que le cantemos esa amorosa serenata del Santo Rosario, canción de fe, epitalamio del alma que encuentra a Jesús por María.
Ahora entendemos el sentido profundo del Pilar. No es, ni ha sido nunca, ocasión para un sentimentalismo estéril: establece una base firme en la que se asienta una norma de conducta cristiana, real y sólida. En el Pilar, como en Fátima y en Lourdes, en Einsiedeln y en Loreto, en la Villa de Guadalupe y en esos miles de lugares que la piedad cristiana ha edificado y edifica para María, se educan en la fe los hijos de Dios.
La historia del Pilar nos remonta a los comienzos apostólicos, cuando se iniciaba la evangelización, el anuncio de la Buena Nueva. Estamos todavía es esa época. Para la grandeza y la eternidad de Nuestro Señor, dos mil años son nada. Santiago, Pablo, Juan y Andrés y los demás apóstoles caminan junto a nosotros. En Roma se asienta Pedro, con la vigilante obligación de confirmar a todos en la obediencia de la fe. Cerrando los ojos, revivimos la escena que nos ha relatado, como en una carta reciente, San Lucas: todos los discípulos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración, con María, la madre de Jesús14.
El Pilar es signo de fortaleza en la fe, en el amor, en la esperanza. Con María, en el cenáculo, recibimos al Espíritu Santo: de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que soplaba y llenó toda la casa donde se habían reunido15. El Paráclito no abandonará a su Iglesia. Nuestra Señora multiplicará en la tierra el número de los cristianos, convencidos de que vale la pena entregar la vida por Amor de Dios.
Josemaría Escrivá de Balaguer. Artículo póstumo publicado en Libro de Aragón,
por la CAMP de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1976.