COMENTARIO AL
EVANGELIO
SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
FORMA
EXTRAORDINARIA DEL RITO ROMANO
El significado más profundo de este culto al amor de Dios
sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo
al conocimiento sino también, y sobre todo, a la experiencia personal de ese
amor en la entrega confiada a su servicio (cf. ib., 62). Obviamente,
experiencia y conocimiento no pueden separarse: están íntimamente
relacionados. Por lo demás, conviene destacar que un auténtico conocimiento del
amor de Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y
de generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada
puesta en el costado traspasado por la lanza se transforma en silenciosa
adoración. La mirada puesta en el costado traspasado del Señor, del que brotan
"sangre y agua" (cf. Jn19,
34), nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de allí proceden
(cf. Haurietis aquas,
34-41) y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están
comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.
La fe, entendida como fruto de la experiencia del amor de
Dios, es una gracia, un don de Dios. Pero el hombre sólo podrá experimentar la
fe como una gracia en la medida en la que la acepta dentro de sí como un don,
del que trata de vivir. El culto del amor de Dios, al que la encíclica Haurietis aquas (cf. n. 72) invitaba a los fieles,
debe ayudarnos a recordar incesantemente que él cargó con este sufrimiento
voluntariamente "por nosotros", "por mí". Cuando
practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino
que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez
más modelada por él.
Dios, que ha derramado su amor "en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (cf. Rm 5, 5), nos invita incesantemente
a acoger su amor. Por consiguiente, la invitación a entregarse totalmente
al amor salvífico de Cristo (cf. Haurietis
aquas, 4) tiene como primera
finalidad la relación con Dios. Por eso, este culto, totalmente orientado al
amor de Dios que se sacrifica por nosotros, reviste una importancia
insustituible para nuestra fe y para nuestra vida en el amor.
Quien acepta el amor de Dios interiormente queda modelado
por él. El hombre vive la experiencia del amor de Dios como una
"llamada" a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor,
que "tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras
enfermedades" (Mt 8,
17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las necesidades de los
demás. La contemplación, en la adoración, del costado traspasado por la lanza
nos hace sensibles a la voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de
abandonarnos a su amor salvífico y misericordioso, y al mismo tiempo nos
fortalece en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en
sus instrumentos.
Los dones recibidos del costado abierto, del que brotaron
"sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), hacen que nuestra vida se
convierta también para los demás en fuente de la que brotan "ríos de agua
viva" (Jn 7, 38) (cf. Deus caritas est, 7). La experiencia del
amor vivida mediante el culto del costado traspasado del Redentor nos protege
del peligro de encerrarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una
vida para los demás. "En esto hemos conocido lo que es amor: en que
él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los
hermanos" (1 Jn 3, 16) (cf. Haurietis aquas, 38).
La respuesta al mandamiento del amor sólo se hace posible
experimentando que este amor ya nos ha sido dado antes por Dios (cf. Deus caritas est, 14). Por tanto, el culto
del amor que se hace visible en el misterio de la cruz, actualizado en toda
celebración eucarística, constituye el fundamento para que podamos convertirnos
en personas capaces de amar y entregarse (cf. Haurietis
aquas, 69), siendo instrumentos en las manos de Cristo: sólo así se
puede ser heraldos creíbles de su amor.
Sin embargo, esta disponibilidad a la voluntad de Dios debe
renovarse en todo momento: "El amor nunca se da por
"concluido" y completado" (cf. Deus caritas est, 17). Así pues, la
contemplación del "costado traspasado por la lanza", en el que
resplandece la ilimitada voluntad salvífica por parte de Dios, no puede
considerarse como una forma pasajera de culto o de devoción: la adoración
del amor de Dios, que ha encontrado en el símbolo del "corazón
traspasado" su expresión histórico-devocional, sigue siendo imprescindible
para una relación viva con Dios (cf. Haurietis
aquas, 62).
Benedicto XVI