09 DE DICIEMBRE
SANTA LEOCADIA
VIRGEN Y MÁRTIR (+304)
EN el triunfante cortejo martirial de sus Coronas, Prudencio debió incluir el nombre refulgente de Leocadia, gloria y Patrona de Toledo. Nunca podrá perdonarle la Imperial Ciudad el haber excluido su mejor «ofrenda» a. Cristo de aquella oda arrebatada en la que el Píndaro cristiano cantó a nuestros mártires más genuinos. ¡Qué triunvirato excelso, con Engracia y Eulalia, rosas de sangre y lirios de virginidad!...
Por la misma causa y por las mismas manos, la Virgen Blanca —que esto significa en griego Leucadia— «fue interrogada, confesó, la atormentaron, y Dios le dio la corona», cuando apenas la tierna rosa emeritense había plegado su corola virginal pintada de púrpura.
Leocadia había conquistado a Toledo con el esplendor de su adolescencia; pero el blasón de su gloria eran la fe y caridad cristianas, heredadas de sus mayores. Su padre era griego, y su madre, de la más pura estirpe toledana.
En ella confluyeron la clásica belleza helénica con la indomable fortaleza cristiana de los viejos carpetanos. En dos santorales conservados en la Catedral de Toledo se afirma que era virgen consagrada. En el primero —siglo XIII— se lee: «A Santa Leocadia, virgen; nobilísima por su familia y nacimiento, más noble aún por su propósito de vivir consagrada a Dios». Y el segundo —siglo XVI— dice: «Leocadia, virgen consagrada a Dios, llena del Espíritu Santo...». De su activa y fecunda juventud, nos informa don Blas Ortiz: «Ella sirvió de refugio en sus tribulaciones a los primeros creyentes de Toledo; fue el consuelo de los pobres, la firmeza de los vacilantes en la fe, la alegría de los esforzados y el escudo de todos los cristianos. Su vida era más celestial que terrena».
Alboreaba el siglo cuarto cuando llegó a España la noticia de la bárbara tempestad desatada contra los cristianos por los emperadores Diocleciano y Maximiano. El año 303, bañado en la sangre generosa y fecunda de los Innumerables, entra en Toledo el execrable pretor Daciano, de quien ya tiene noticia el lector. A las mismas puertas de la Ciudad le hablan de Leocadia, joven bellísima, de noble familia y grande ingenio, admiración de propios y extraños. «Pero es cristiana, y como
tiene embelesado al pueblo con su virtud, predica con eficacia su religión y desacredita grandemente el culto de los dioses inmortales». Daciano —fiera cruel e insaciable— piensa que la conquista de la popular doncella traerá consigo la apostasía general, y la manda llamar inmediatamente. Leocadia no se forja ilusiones sobre su porvenir. Esperaba esta hora con temerosa impaciencia. Renueva, pues, el voto de virginidad, y ofrece a Dios con entusiasmo el sacrificio de su vida, presentándose ante Daciano con digna altivez.
El Gobernador, al verla, quedó petrificado por el asombro. En aquella joven deslumbrante había una virtud y una gracia tan superiores, que él, ramplón hasta la grosería, no acertaba a explicarse. Su pasmo y ordinariez le dictaron unas palabras plebeyas:
— Estoy informado de tu nobleza, del mérito de tu familia y de las bellas cualidades de tu persona. Pero veo que el retrato que de ti me han hecho, resulta mezquino ante lo que contemplan mis ojos. Haré saber a los Emperadores el tesoro que se oculta en Toledo; y tú debes esperar ser llamada a la Corte, donde harás un papel sobresaliente, y. hallarás muy pronto un partido digno de tu nacimiento. A la verdad, no te han querido hacer buenos servicios para conmigo, delatándote como cristiana. Comprenderás que no he escuchado tal calumnia. Tienes sobrado entendimiento para dejarte arrastrar de una secta proscrita, que miran con horror todas las gentes de bien. La serena respuesta de la Virgen contrasta con esta burda perorata:
— Señor, estoy muy agradecida a los sentimientos ventajosos que hacia mí demostráis; pero permitid que os diga que no puedo menos de mirar con dolor el menosprecio que hacéis de la religión de Cristo. Sólo el que no la conoce la desestima; porque ella nos hace conocer al Ser Supremo y nos enseña a cifrar en su fiel servicio toda nuestra honra y nobleza. Jamás reconoceré otro Dios y pondré toda mi gloria en ser cristiana.
Antes se ablanda la peña que el corazón impío. La soberbia y el despecho ahogaron en el de Daciano la voz de la conciencia. Y dio esta orden:
— Pues esa mujerzuela se gloría en ser esclava de un Galileo muerto en una cruz, que se le trate como a esclava.
Los verdugos apalean brutalmente a la Mártir. Su cuerpo virginal es una pura llaga. Mana la sangre a borbotones. Leocadia no exhala una queja, un suspiro. Su rostro brilla con luz divina, Más fuerte que las varas, aún consuela a los que lloran su desgracia, porque «estas heridas son otras tantas puertas abiertas para dar salida al alma». Casi exánime, la encierran en sórdida mazmorra. Allí conoce el triunfo glorioso de la dulce Niña de Mérida, y se estremece de santa envidia...
Pocos días después —diciembre del 304— besando con ardor una cruz grabada milagrosamente en la piedra al contacto de sus dedos, iba a unírsele para siempre en el paraíso.
Prudencio se olvidó de ella... Pero Toledo consagró tres templos en loor de su Heroína más esclarecida, y la Madre de Dios, al hablar por su boca, en la célebre aparición a San Ildefonso, escribió su «poema» con letras de oro.