03 DE DICIEMBRE
SAN FRANCISCO JAVIER
APÓSTOL DE LAS INDIAS (1506-1552)
CUANDO se trata de Francisco Javier, palidece toda hipérbole al lado de su asombrosa realidad. Para hablar de él dignamente necesitaríamos verbo de ángel. Ni en estas dos páginas ni en un grueso volumen cabe su gigantesca hazaña misionera, su santidad deslumbradora, su actividad fabulosa, la llama de aquel amor que se alzó hasta las estrellas. «Javier —ha escrito don Luis Ortiz Muñoz— representa el gesto apostólico más colosal de los tiempos modernos. Fue el nuevo Pablo del gran Siglo de Oro; el que trazó la senda ejemplar a los apóstoles de todos los siglos, el que encarnó de manera maravillosa la figura magnánima del misionero hispano. Por medio del jesuita navarro, España difundió su luz en el Extremo Oriente y empezó a ser imperial su afán de conquistar el orbe para gloria de Dios». Javier es un gigante que llena la historia de las misiones, de las que por derecho de conquista fue declarado Príncipe y Patrono. Ecuménico por español y por católico —valga la redundancia—, ningún sueño le viene grande. Con San Ignacio — cuyo espíritu encarnó—, es el prototipo genial de nuestra Raza.
Abarca su inaudita carrera cuarenta y seis años del Siglo de Oro, desde su nacimiento' en el castillo navarro de Exavierr —1506— hasta su muerte al otro lado del mundo, en 1552. ¡Tiempos epopéyicos en que Javier —Capitán del amor, Aventurero de Cristo— bajo distintos signos e ideales, emula con ventaja las increíbles proezas de Colón y Magallanes, de Cortés y de Pizarro! Por suerte se le conoce bien en España y se pueden sin mengua omitir las mil fascinadoras anécdotas que esmaltan su vida, para remansar nuestra atención en las vibraciones grandiosas, milagrosas, de su alma, que le llevaron a quemar sus «divinas impaciencias» en una empresa humanamente tan disparatada.
Ya en los años infantiles y juveniles se dan cita en su corazón todos los sueños e ilusiones. En torno de su cuna, lucha, hidalguía, valor, recio cristianismo. Después de los duros reveses militares de su padre, Juan de Jaso —consejero del rey Albret de Navarra—, y de sus hermanos, no le sonríe la carrera de las armas. A los diecinueve años, su madre, doña María Azpilcueta —ya viuda —, lo envía a la Universidad de París. Es un perfecto gentilhombre, vigoroso, impulsivo, jovial, magnánimo, ávido de gloria. Corre las aventuras de sus alegres. compañeros, pero Dios le preserva de claudicar. Dotado de excelsas cualidades, a los cinco años es profesor eximio en la Sorbona. Estamos en 1530. En el Colegio de Santa Bárbara traba amistad con Iñigo de Loyola. El viejo y experto soldado vasco —aprendiz de fundador— desliza al oído de Javier la inquietante interrogación del gran negocio del alma: Quid prodest?... Y el joven profesor —pecho abierto a todo ideal grande— renuncia a dejar su nombre en las crónicas universitarias y sube al Montmartre con los primeros jesuitas a poner los cimientos de la Compañía. Hace ejercicios espirituales. Profesa. Vela las armas en el Monte Celso de
Vicenza, oye el «sitio» desgarrador de Cristo Agonizante y sueña que lleva un indio a cuestas. Así fragua la más impetuosa y gloriosa vocación misionera. Javier debía evangelizar en Europa y Bobadilla en las Indias; más la enfermedad de éste y las prisas de Juan II de Portugal, determinan providencialmente el cambio. A partir de este momento, todo va a ser heroico, portentoso, inverosímil, en la vida de Francisco. ¡Increíble el crucero apostólico de este «correo de la verdad»! ¡Increíble su actividad, milagro de Dios y del empuje humano! Nadie podría seguir las huellas de fuego de este Legado Pontificio, peregrino por todo el Oriente, rey de la palabra y de la acción, explorador infatigable, defensor de los derechos del espíritu frente a la ambición de los mercaderes, hábil diplomático, émulo de los Apóstoles.
El día 7 de abril de 1541 —su cumpleaños—, sale Javier de Lisboa, sin despedirse de su familia, en la Capitana de Alonso de Sousa. El 6 de mayo del 52 llega a Goa con el título de «Santo Padre», que se ha merecido durante la difícil travesía por su caridad y abnegación. Un día podrá escribir: «Sólo por Dios pueden tolerarse estos trabajos, con los que yo no cargaría por todo el oro del mundo». El itinerario de su misión fabulosa tiene hitos separados por miles de kilómetros: Cambay, Travancor, Ceilán, Meliapur, Malaca, Moro, Mindanao, Kagoshima, Meaco... Kilómetros andados casi siempre a pie, lo mismo por los abrasadores arenales de la India, que por las selvas de las Molucas y las nieves del Japón. En sólo diez años evangeliza más de cincuenta reinos y bautiza a cientos de miles de infieles. Su obra está llena de atisbos geniales, de frutos perdurables, de milagros asombrosos, entre ellos más de veinte resurrecciones.
La última locura sublime del Divino Impaciente fue la de intentar la evangelización de China; pero no pudo Iograr su mayor ambición de apóstol. El día 3 de diciembre de 1552, en Sancián, a las mismas puertas del misterioso Imperio, en extremo abandono, aquel espíritu gigante dejó el cuerpo mortal para lanzarse a la conquista de la inmortalidad. Un Alejandro Magno se hubiera postrado de rodillas ante este Conquistador de almas, que realizó la más genial de las aventuras, no por amor al oro ni a la gloria, sino «porque tengo necesidad de perder la vida por la salvación del prójimo».