28 DE DICIEMBRE
LOS SANTOS INOCENTES
MÁRTIRES (SIGLO I)
RIMICIAS puras y gloriosas de los Mártires cristianos —vidas inocentes por la edad, por no haber manchado sus alas el polvo de la tierra, por la muerte injusta que los arrebata en la cuna y por el bautismo de sangre que los purifica— son estos Niños betlemitas que hoy entregan su vida, no ya por Cristo, sino en lugar de Cristo, y en quienes se cumple puntualmente el vaticinio del Salmista: «De la boca de los infantes y niños de pecho sacaste, i oh Dios! , perfecta alabanza para confusión de tus enemigos»...
¡Qué realce tan divino cobra la albura de su inocencia con el bordado rojo de la sangre!
«Estos Niños —escribe San Agustín— son degollados en lugar de Jesucristo, y la inocencia alcanza la dicha de morir por la justicia. Son las flores de los Mártires y las primeras yemas de la Iglesia Católica, que el ardor de la más violenta pasión hizo brotar en el invierno de la infidelidad y que arrastró el huracán de la persecución». «i Qué dicha la vuestra —exclama a su vez San Cipriano— víctimas inocentes! ¡Qué dicha la vuestra, ser confundidos con Cristo, y arrancados del pecho de vuestras madres para ser degollados en su lugar! «Habéis sido bautizados en vuestra sangre —dice San Pedro Crisólogo—, como vuestras madres lo fueron en las lágrimas que derramaron por vuestro martirio. ¡Vosotros sois los verdaderos mártires de la gracia, que habéis confesado la fe sin hablar y que habéis muerto y triunfado sin conocer el premio ni el mérito de vuestra victoria! ¡Sólo la inocencia, sólo los corazones puros, han podido merecer esta distinción!».
San Mateo es el único evangelista que refiere la bárbara escena, y lo hace con parcas y severas palabras: «Avisados los Magos para que tornasen a Herodes, regresaron a su país por otro camino... Entonces, viéndose Herodes burlado por los Magos, se irritó mucho, y, enviando ministros, hizo matar a tolos niños que había en Belén y sus contornos, desde la edad de dos años abajo, según el tiempo 4ue averiguara de los Magos».
En la Pinacoteca de Munich existe un famoso cuadro de Rubens, donde el genial artista plasma de forma impresionante el cruel y sanguinario martirio; pero no refleja la realidad. Nadie podrá pintar jamás en todo su tremendo verismo aquella gloriosa hecatombe, descrita siete siglos antes por Jeremías:
Oyóse una voz en Rama,
llanto y lamento grande:
Raquel llorando a sus hijos;
sin querer ser consolada,
porque ya no existen.
Herodes esperaba ansioso la vuelta de los Magos, estremecido por un vago temor supersticioso. Cuando supo que habían ya tomado el camino del desierto, sintió la feroz sacudida de sus pasiones infrahumanas, e, irritado, humillado, lleno de despecho y de recelo, se dejó arrebatar de uno de aquellos furores que han hecho su nombre execrable y que —según testimonio de Macrobio— hicieron exclamar a Augusto: «Vale más ser puerco —hys— de Herodes que hijo suyo —hyios—». Sabido es que, entre otros muchos crímenes cometidos por este monstruo, asesinó a su cuñado Aristóbulo, a su suegro Hircano, a su suegra Alejandra, a su mujer Mariamma, a los dos hijos que tuvo de ella, y hasta a su primogénito Antípater. ¿Qué significaba en la vida de este monarca sanguinario el sacrificio de veinte niños, o, a lo más, de cincuenta, según otros cálculos?
Y, sin embargo, ¡qué tragedia para Belén, para aquellas pobres madres que, como diría Juvenco, «dieron al cielo clamores horrendos»! El Evangelista ve en 'ella un verdadero duelo nacional e, impresionado por la grandiosa imagen de Jeremías —que en su sentido literal se refiere a la deportación de los judíos a Babilonia—, la presenta de nuevo a los ojos de sus lectores para ponderar el dolor de las madres betlemitas en el degüello de los Inocentes, y hace levantarse otra vez a Raquel de su tumba en Ramá hoy er-Ram—, para llorar con ellas la suerte de sus hijos. También la Iglesia se asocia a su tremenda angustia, y pone una nota de tristeza en la letificante liturgia navideña, vistiendo ornamentos morados y suprimiendo el Gloria in excelsis y el Alleluia. Pero canta en el Himno de Vísperas, por boca de nuestro gran vate Prudencio:
¡Felices sois, primicias de los mártires, a quienes el perseguidor de Cristo os arrebató en el umbral mismo de la vida, como el torbellino arrebata los tiernos capullos de los rosales!
Vosotros sois las primeras víctimas de Cristo, rebaño tierno de los Inocentes; delante de la misma ara del Cordero, jugáis ingenuos con vuestras palmas y coronas...
Y, celebrando el triunfo de Cristo —el único a quien se buscaba y el único que queda salvo— termina con esta jubilosa invitación:
Alegraos todas las gentes: Judea, Grecia, Egipto, Tracia, Persia, Escitia; uno es ya el Rey de todos. Alabad a vuestro príncipe todos: felices o infelices, vivos, débiles y muertos; nadie morirá ya desde ahora.
La misma alegría inundaba a San Agustín: «Salte de gozo la tierra, porque ha merecido ser madre fecunda de estos amables y valerosos soldados. Bien merecidas tienen estas santas alegrías con que hoy los recordamos, pues conocieron la dignidad de la vida perpetua, antes de recibir la usura de la presente». Salvete, flores mártyrum!