11 DE DICIEMBRE
SAN DÁMASO
PAPA (305-384)
ESPAÑA, que diera ya a Roma su mártir más glorioso en la persona de San Lorenzo —«Cónsul perpetuo de la Roma celestial»— le da en el siglo IV dos glorias inmortales: el emperador Teodosio el Grande y el papa San Dámaso, que comparten el gobierno del mundo en un momento cumbre de la Historia y en circunstancias dificilísimas, como que significan la transformación del Imperio pagano en Imperio cristiano.
El Pontífice no cede al Emperador. Dámaso I —«Ornamento de Roma, oráculo de la ciencia sagrada, heraldo de la fe y Doctor virgen de la Iglesia virgen»— es el primer papa español que deja grabada en la Cátedra Apostólica la ambición de catolicidad de nuestra Patria y de nuestra inquebrantable y secular adhesión al Pontificado.
Teóricamente, cualquier pueblo español puede reclamar para sí el honor de haber sido su cuna. No existe ningún dato explícito sobre esta circunstancia local. Pero los que le niegan hasta su filiación hispana, no lo hacen sin contradecir el autorizado testimonio del Liber Pontificalis, que afirma rotundamente: Dámaso, español de nación, cuyo padre se llamaba Antonio, se sentó —en la silla episcopal— dieciocho años, tres meses y once días.
Nace el año 305 o 306, y casi inmediatamente se traslada a Roma su familia, de la que el propio Dámaso nos da algunas noticias en sus epigramas. Su hermana Irene es virgen consagrada. Lorenza, su madre, que vive cerca de noventa años, alcanza a verle en la Cátedra de San Pedro. Su padre — santo varón— abraza el estado eclesiástico, siendo escritor, lector y notario de San Lorenzo in Dámaso. A su lado se despierta también la vocación sacerdotal del hijo, que sigue sus pasos en la mencionada iglesia. Hacia el 345 es ordenado de diácono por el papa San Julio I. y años más tarde, San Liberio, conocedor de sus portentosas dotes, de su dinamismo y entereza, lo nombra Archidiáconus o Arcediano, la primera jerarquía eclesiástica después del Pontífice; en términos modernos, «Cardenal Secretario». Como tal, debe administrar los bienes de la Iglesia, atender a los pobres, velar por las vírgenes, amparar a las viudas, cuidar de los cementerios y basílicas; a lo que él añade la dirección espiritual de las pías matronas del llamado «Cenáculo del Aventino». Su lealtad al legítimo sucesor de Pedro se pone de manifiesto con motivo del injusto destierro de San Liberio —355—, al que acompaña fielmente, defendiendo el prestigio de la Sede Romana y la pureza del dogma contra el parecer del propio Constancio.
La paz constantiniana no libró a la Iglesia de graves conflictos durante el siglo IV: ingerencia de los Emperadores, división en las comunidades cristianas, terrible agitación doctrinal. Éste era el estado de cosas cuando subió Dámaso a la Cátedra de San Pedro, el año 366. Ya desde los comienzos tuvo que enfrentarse con el antipapa Ursicino, persona sin escrúpulos, que no temió apelar al motín, a la difamación, a la lucha armada. Pero el Santo español mantuvo enérgica y dignamente su legítima autoridad, porque era hombre capaz de dejarse sacrificar por la gloria de Dios y de su Iglesia Santa, y acaso el único capacitado —por su tacto diplomático, prestigio personal, virtud y unción divina— para iluminar y organizar aquella sociedad vacilante y convulsa. Su Pontificado puede calificarse, sin exageración, como uno de los más brillantes de la Historia. Dámaso fue el anillo de oro que supo aunar los buenos deseos de los Emperadores que siguieron a Juliano el Apóstata, frente al paganismo y las herejías. Apoyado, especialmente, en el gran Teodosio —creador del Estado católico—, afirmó y consolidó el Primado de Roma y asestó golpes mortales a los enemigos de la unidad católica, alentando a San Atanasio y San Basilio y poniendo feliz remate a su obra en el II Concilio ecuménico de Constantinopla el año 381. «Diamante de la fe» fue llamado en Calcedonia.
Aún hay otra faceta interesante que perfila la figura insigne de este Papa y da subido tono a su magna y hermosa labor: su profunda piedad, manifestada por un amor de veneración a las Sagradas Escrituras y a las reliquias de los Mártires. En un Concilio fija el canon de los Libros Santos, y luego encarga su versión latina al máximo Doctor escriturístico, San Jerónimo. Así nació la Vulgata.
El amor, la pasión por los Mártires le naciera ya en los años juveniles, visitando las Catacumbas. Ahora, en medio de sus graves negocios, no los olvida. Para ellos erige y restaura basílicas, como la de San Lorenzo in Dámaso. Arquitecto, poeta e historiador, recoge Actas, amplía y embellece cubículos e hipogeos y escribe epitafios laudatorios, que un exquisito artista —Filocalo— insculpe en ricos mármoles. «Un aura de eternidad orea estos versos» que han merecido a su autor ser declarado por Pío XI «Patrono de las Catacumbas y de la Arqueología cristiana
Dámaso alcanzó los gozos de Cristo con el premio de la luz inmensa, el día 11 de diciembre del 384, casi octogenario. Por humildad no quiso que lo enterrasen en las Catacumbas. Fue inhumado en la basílica Ardeatina, en el panteón familiar. La bella inscripción métrica que dejó para su sepulcro es una llamarada de su fe recia, de cristiano y español.