jueves, 26 de diciembre de 2024

27 DE DICIEMBRE. SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA (SIGLO I)

 


27 DE DICIEMBRE

SAN JUAN

APÓSTOL Y EVANGELISTA (SIGLO I)

EN la historia del Hijo de Dios no hay otra figura tan sublime y envidiable como la de ese personaje misterioso, cuya silueta se dibuja y se mueve todo a lo largo del Cuarto Evangelio, en la penumbra de esta bella perífrasis: «el discípulo a quien Jesús amaba», y que no es otro que San Juan, autor del libro, según se infiere de sus propias palabras:

«Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y escribió esto, y sabemos que su testimonio es veraz».

Juan era uno de los que iban con el Bautista cuando éste dijo, señalando a Cristo: «Ahí va el Cordero de Dios», y le dejaron para irse en pos de Jesús; uno de los primeros llamados, que, juntamente con su hermano Santiago —nuestro excelso Patrón— y con Pedro, forman la trina predilecta del Señor, pues sólo a ellos hace testigos de la resurrección de la hija de Jairo, de su transfiguración en el Tabor y de su agonía en el Huerto.

Pero entre los preferidos, Juan es el preferido, «el discípulo amado». Flor de inocencia, de pureza y de juventud, alma de un candor infantil, merece la «ternura humana» de Jesús, manifestada reiteradamente en Incomprensibles demostraciones de amor y confianza, cuyo místico contenido jamás podrán agotar el arte y la piedad. Íntimo y familiar de Cristo, sólo a él le concede el inefable privilegio de recostarse en su pecho divino en la última Cena, y a él sólo le entrega desde la cruz a su propia Madre, para que sea también «hijo predilecto de María», y báculo y consuelo —¿cómo comprender esto?— de la Consolatrix Afflictorum. No. No se exagera la nota cuando se hace a San Juan el «preferido» del Maestro. El hombre que se hizo digno de escuchar de labios del Salvador moribundo el Ecce Mater tua, tenía que ser amado entre los amados, santo entre los santos y cúmulo de las bendiciones divinas. Según opinión común de los Doctores, semejante di lección se fundaba en la incorrupta virginidad de Juan. «El Señor virgen —dice San Jerónimo— quiso poner a su Madre virgen en manos del discípulo virgen». Todo era necesario —escribe el Padre Jiménez Font—, porque Juan había de ser el portavoz de la caridad, reina de las virtudes y espíritu privativo de la nueva religión, a saber: de la caridad de Dios para con los hombres, y de la caridad de los hombres para. con Dios, que ninguno acertó jamás a urgir y ennoblecer tanto como él.

El linaje de San Juan consta positivamente en el Evangelio. Su padre se llama Zebedeo; su madre, probablemente Salomé. Es hermano de Santiago el Mayor. Ambos son pescadores, como pedro y Andrés, y como ellos, naturales de Betsaida, a orillas del lago de Genezaret. Es uno de los primeros en seguir a Jesús, y el último en separarse del cuerpo inanimado del Rabbí.

Tras el primer contacto con el Maestro, y luego de pasar la noche en su compañía — aquella noche que tanto envidiaba San Agustín viene en seguida el llamamiento definitivo, cerca de Cafarnaún, después de la pesca milagrosa: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres». Juan, con su mirada pura y aquilina, descubre al Hijo de Dios en el misterioso Rabbí, y se le entrega apasionadamente, con alma, vida y corazón. Se ha dicho que el Señor quiso escoger y formar uno a uno a sus Apóstoles. Lo hizo como sólo Él podía hacerlo. Porque había mucho que desbrozar, aun en los mejor dotados: mezquindades, egoísmos, incultura, ímpetu desmedido. Había que transformar a aquellos pescadores de peces en sublimes «pescadores de hombres». Juan tenía un corazón grande, un alma inmensa, un temperamento viril, un celo fulgurante, igual que su hermano. Jesús les llamó un día «hijos del trueno»: Boanerges, apelativo que no se aviene con esa figura medio femenina con que suele representarse a San Juan. Lo vemos pedir fuego del cielo para Samaría, prohibir a un discípulo arrojar demonios en nombre de Jesús, solicitar el primer puesto en el Reino del Señor, pronunciar con temeridad el enigmático póssumus, a coro con Santiago. Pero había todavía mucha escoria humana en todo esto. «No sabéis de qué espíritu sois». La dulzura y mansedumbre de Cristo suavizó la aspereza del «hijo del trueno», y transfundió en él un nuevo espíritu de amor, una fe nueva pura, una inteligencia celestial. Juan amó siempre a Jesús y Jesús amó siempre a Juan; más sólo a partir de la Cena, acabada la obra, se le llama «discípulo amado». Luego, al pie de la cruz, justifica, con su fidelidad, este privilegio, y su alma cobra temple definitivo y forma perfecta. Lo demostrará más tarde en el lago, al reconocer al Señor resucitado antes que ningún otro: Dóminus est...

Después de Pentecostés, habiendo asistido a la Virgen en su tránsito y revelado su gloriosa Asunción, Juan se estableció en Éfeso, como «columna de la Iglesia». Domiciano mandó zambullirlo en una tina de aceite hirviendo, de la que salió más vigoroso que entrara. Entonces se le deportó a la isla de Patmos, donde tuvo la grandiosa visión del Apocalipsis. Murió en Éfeso muy anciano —después del 98— urgiendo hasta el fin el «mandato del Señor». Príncipe de la Teología cristiana —él mismo fue llamado Teólogo—, expuso de manera sublime la doctrina del Verbo Divino y, . para enamorar a todos los hombres de Dios y de su Cristo, compuso el Cuarto Evangelio —Flor de las Escrituras—, el libro más elevado y luminoso que jamás se ha escrito.