13 DE DICIEMBRE
SANTA LUCÍA
VIRGEN Y MÁRTIR (284-304)
UNA amorosa dilección de María, que ha llorado recientemente por los ojos de una imagen en Siracusa —La Virgen de las Lágrimas—, ha vuelto a la Ciudad siciliana al primer plano de la actualidad mundial, como lo estuvo durante siglos, gracias a la simpática y popularísima figura de su virgen mártir Santa Lucía, una de las más graciosas y universales del Martirologio cristiano. En el Canon de la Misa, la Iglesia repite cada día su nombre, que, junto con los de Inés, Cecilia, Anastasia, Perpetua, Felicidad y Águeda —su compatriota— forman la más bella, dulce y gloriosa de las constelaciones...
Hora es ya de acabar con la leyenda creada en torno a la Virgen siciliana, por los artistas del pincel especialmente, al representarla ciega, llevando en las manos una bandeja con sus propios ojos. Ni en las antiguas pasiones, ni en la Áurea Leyenda se habla de este tormento, ni menos de que ella se los arrancase impulsada por un espíritu superior, cuando un galán le dijo que los tenía muy bellos. Se trata, evidentemente, de una confusión de los artistas, que le atribuyeron un hecho referido en la vida de la Beata Lucía la Casta, muy venerada en Jerez de la Frontera. El atributo iconográfico no tiene, pues, sino un significado simbólico, motivado por el propio nombre de la Santa —Lucía significa luminosa—; razón por la que en el extranjero se la representa también con una lámpara o linterna encendida. En esta línea interpretativa no hay pintura más genial, más ideal que la de Carlo Dolci. No se puede soñar fisonomía más suave y pura: expresión de éxtasis confiado, dulzura de divino amor en los ojos elevados al cielo, jamás abrevados en las cosas viles de este mundo, lejanos, como el blando fulgor de una estrella remota... Sí. El pueblo cristiano puede y debe seguir invocando a la amable Virgen siracusana contra las enfermedades de los ojos y más aún contra la ceguera del espíritu, porque ella fue siempre luz pura e inextinguible, porque, por defender su pureza, dio testimonio de su fe y murió mártir, como templo inviolado de Dios...
Santa. Lucía fue martirizada en Siracusa —su ciudad natal— a principios del siglo IV. Desgraciadamente, la carencia de datos seguros nos impide hacer la biografía con el detalle exigible a una crítica moderna. No obstante, las Actas, aunque interpoladas, tienen un fondo indiscutible de verdad, refrendado por una tradición milenaria y un culto jamás interrumpido.
Lucía es una joven cristiana, de familia acomodada, huérfana de padre. Su madre, Eutiquia, la educa en el amor a Dios con una solicitud doblemente maternal. En su pecho virgen prende, vivaz, el fuego de ese amor sagrado, y un día, a ocultas de su madre, va y deja sobre el altar el búcaro ebúrneo de su pureza; hace el voto de castidad, que con tanta dignidad y valor habrá de defender. Pero no le será fácil cumplir tan santa ambición. Al llegar a la doncellez, Eutiquia propone a su hija un excelente partido, que le brinda una posición envidiable, un apellido de celebridad. Lucía dilata cuanto puede la respuesta, esperando el momento más oportuno para revelar su secreto. La ocasión se la depara la Providencia. Eutiquia cae enferma. Los galenos más eminentes se declaran ineptos para curarla. Madre e hija peregrinan al sepulcro milagroso de Santa Águeda, en Catania. El prodigio se realiza. Lucía manifiesta entonces su propósito y obtiene fácilmente el consentimiento materno. Su rica dote matrimonial la emplea toda en obsequiar al celestial Esposo, en la persona de los pobres. Este dispendio alarma a su pretendiente. Al enterarse de que lo hace por ser cristiana, corre con sañoso despecho a denunciarla ante las autoridades. El prefecto Pascasio la llama y la íntima a sacrificar. Lucía responde:
— El verdadero y puro sacrificio a los ojos de Dios consiste en socorrer a los necesitados, cosa que yo he practicado hasta ahora. Como no me queda ya nada, vengo a ofrecerme como hostia viviente a mi Señor...
— Lindas palabras, que cesarán en cuanto sientas el rigor de las varas.
— No acallarás la voz de Dios. El Espíritu Santo habita en las almas puras y habla por su boca.
— Irás a un lugar donde ese Espíritu va a tener que abandonarte.
Lucía, ante la amenaza feroz, permanece impávida:
— Si contra mi voluntad me hiciereis violencia, la virginidad tendrá en mí doble galardón.
Dos soldados se le acercan, más no pueden moverla. Tiene fuerza sobrehumana. Varias parejas de bueyes — como en el cuadro de Altichieri y Aranzo— fracasan en el mismo intento. Los nigromantes tampoco aciertan a deshacer el «hechizo». Pascasio, con los ojos encarnizados, ordena rociarla de materias inflamables y prenderle fuego. Pero la hoguera voraz se trueca en defensa y nimbo de la pureza.
Sólo la espada, cuando Dios quiso, pudo separar del tallo la flor virginal que, herida de muerte, aún abrió la roja corola para recibir la Hostia inmaculada, según la visión de Tiépolo.
En honor de la Heroína siracusana se compuso la Misa Dilexisti, cuyo Introito —sirva la paradoja— es el mejor epílogo que puede ponerse a esta descolorida viñeta: Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso Dios —tu Dios— te ungió con óleo de alegría con preferencia a tus compañeras...