14 DE DICIEMBRE
SAN VENANCIO FORTUNATO
OBISPO DE POITIERS (530-609)
HEMOS leído un pensamiento bello del distinguido escritor mejicano Joaquín García Icazbalceta, que viene de molde al iniciar la biografía de San Venancio Fortunato, obispo de Poitiers y escritor eclesiástico de primera línea en la segunda mitad del siglo VI. «Dios —dice Icazbalceta— nos manda los trabajos para que merezcamos con ellos, para castigar aquí nuestras faltas, y para probarnos que sin su auxilio nada podemos, e impulsarnos a volver a Él. Luego, Dios levanta su mano, y por ' medios, que ni soñamos, nos reintegra a la paz».
Veamos la aplicación.
Es un joven y celebrado poeta latino —un «bardo cristiano»— nacido en Italia, cerca de Treviso. Se llama Venancio Honorio Clemenciano. Por devoción al glorioso mártir de Aquilea, San Fortunato, ha elegido este nombre como seudónimo, y con él pasará a la posteridad. Posee sólida cultura religiosa y ha estudiado Retórica y Poesía en Ravena, donde Teodorico reunió los mejores maestros de su tiempo. Vive en fervor de multitudes. La juventud estudiosa le adora. Pero no es feliz, no puede serlo. Las estrellas de sus ojos se van eclipsando lentamente. El sombrío crespón de la ceguera ha empezado a descender sobre sus pupilas soñadoras... ¡Dios mío, qué desgracia para un hombre inclinado irremediablemente al estudio y a la poesía! ...
Pero Dios «levantó su mano», cuando parecía que iba a segar en flor las ilusiones de aquel aspirante a la gloria, para dársela más pura, inmortal.
Orando ante el altar de San Martín, sintió la inspiración de ungir sus ojos con el aceite de la lámpara que ardía ante el altar del Santo. La fe que hace prodigios, que ablanda peñas, que traslada montes, fue premiada con la curación instantánea. Si las almas tienen su hora, aquella fue la hora de Venancio Fortunato...
La lámpara indefectible del querer y servicio de Dios es ya el único norte de sus caminos y de sus obras. Naturaleza vigorosa, talento excepcional, fama, juventud, inmensas energías espirituales, todo lo empeña en la consecución de este nuevo y claro ideal. Como primera providencia —desbordamiento de piedad y gratitud— emprende la peregrinación al sepulcro de su bienhechor, San Martín de Tours. Pero en vez de tomar el camino más corto, su gran afición a los viajes lo convierte en trotamundos de la fe, llevándole del Po al Danubio, del Rhin al Sena, del Loira al Garona. Visita las grandes ciudades europeas; se relaciona con los condes, los prelados y los reyes; asiste a recepciones oficiales, a fiestas de sociedad, a funciones religiosas; se alberga indistintamente en chozas y en palacios; y en todas partes deja el buen olor de su ejemplo, el encanto de su discreción, llaneza, finura, elegancia de palabra, talento poético, gracia, integridad moral. Dos años dura esta original peregrinación que, sin pretensiones definidamente apostólicas, puede considerarse como un eficaz apostolado, acaso más comprensible para el hombre moderno que para los de su época.
Fortunato es tan humilde, da tan poca importancia a sus obras, que ni le ha pasado por la mente la idea de reunirlas en un libro. Sólo a instigación de San Gregorio de Tours publica sus poemas con el título de Miscelláneas, aunque no lo hace sin protestar modestamente que él «no es un poeta músico, sino un murciélago de la poesía».
De Tours pasa Fortunato a Poitiers, atraído por la fama de la princesa turingia Radegunda, esposa de Clotario I, retirada en un monasterio. El contacto con esta santa Reina, le lleva a dar el paso definitivo en su carrera ascensional, si bien no se ordena de sacerdote hasta el 595. En la paz monástica, alternando el estudio con sus cargos de secretario y administrador del convento, por regia voluntad, su espíritu delicado y armonioso se eleva por encima de las cosas del mundo y su musa se espiritualiza. El mayor triunfo poético lo obtiene con ocasión de la llegada Poitiers de una reliquia notable de la Vera Cruz, mandada traer de Constantinopla por la Reina monja. En efecto, Santa Radegunda confía a «su poeta» el himno de recepción al sacro madero, y Fortunato compone el Vexilla regis pródeunt, ese bello canto litúrgico de Semana Santa, que entonó por vez primera, enardecido, el pueblo de Poitiers: «El estandarte del gran Rey avanza; la cruz brilla sobre nuestra tierra. A este patíbulo estuvo clavada la carne del Redentor de toda carne. ¡Árbol de honor y de luz, empurpurado con la sangre de un Dios, que llevaste el fruto de la vida y tocaste los miembros augustos; balanza celestial, dichosos los brazos que pesaron el rescate del mundo!...».
El Presbítero itálico — como él se firma— ha encontrado en Francia una nueva patria y un sublime destino. Elegido obispo de Poitiers en 599 reparte desde ahora su vida entre el celo pastoral —en derroche de energías— y la composición de unas obras literarias y religiosas —estampa de su alma— que le merecen el sobrenombre de Scolasticíssimus. Su severo ascetismo no le impide alcanzar una edad longeva, siempre vibrante y juvenil.
Fortunato —peregrino y apóstol— rindió viaje en las playas eternas el 14 de diciembre del 609. En la tierra dejó, junto con sus obras —escanciadas en el ánfora primorosa de la poesía— el recuerdo inmarcesible de un corazón siempre jovial y de una santidad inenarrable.