15 DE DICIEMBRE
SANTA CRISTINA
APÓSTOL DE GEORGIA (+330)
GEORGIA —la antigua Iberia— es una región feraz situada entre la cordillera del Cáucaso y el macizo del bíblico monte Ararat, que tiene por capital una vieja y pintoresca ciudad: Tiflis. Roma empleó infructuosamente durante muchos años sus mejores legiones contra este pequeño, pero indómito pueblo, que había de rendirse pacíficamente a Jesucristo, gracias al celo y al ejemplo de una tierna doncella, tímida y candorosa, conocida en el calendario litúrgico con los nombres de Nina, Cristina o Cristiana...
El caso de que una sola mujer haya sido Apóstol de todo un pueblo es verdaderamente excepcional, y merece ser conocido. Por más que hoy ya no es posible ofrecer, sobre documentos incontestables, un cuadro fiel de los hechos. El «lamentable silencio de la olvidadiza Antigüedad» —O vetustatis silentis obsoleta oblívio!—, para decirlo con palabras de Prudencio, nos ha privado de conocer multitud de pormenores, sin duda interesantes, de esta vida con ribetes de odisea. Como siempre, el vacío inmenso de la historia lo cubre de flores la leyenda.
Viejas tradiciones de Georgia dicen que Nina era de sangre real, de la familia de San Gregorio, apóstol de Armenia. También se le atribuye origen grecorromano; y aun latino. Lo único que consta es que floreció en tiempos de Diocleciano y Constantino.
Se ha discutido mucho el modo y época de su traslado a Georgia. Rohrbacher cree que fue llevada cautiva en una de las incursiones que los georgianos hicieron a los dominios de Roma. En cambio, la leyenda oriental refiere que ella misma se refugió en aquella nación, huyendo de la persecución de Tirídates, rey de Armenia; y que, no obstante, su estirpe regia, se acomodó de sirvienta. Según esta leyenda, antes de entrar en Georgia, Nina había llevado -vida retirada —sublime en la caridad y en la penitencia—, en una villa próxima a Roma, juntamente con Santas Rípsima y Gayana. Modelo de dulzura y humildad, no sólo silenciara su nobleza, más ni siquiera el nombre había declarado. Era conocida por la doncella cristiana. Como el Apóstol, quiso identificarse con Cristo hasta en el nombre. La posteridad la llamaría Cristina.
Estas santas vírgenes,' con otras doncellas romanas, se refugiaron en Armenia, huyendo del feroz Diocleciano. Pero allí estaba el rey Tirídates III, que no cedía en saña al cruel Emperador. Si hemos de dar crédito a sus Actas, Rípsima, Gayana y algunas más, fueron víctimas cruentas de sus sádicos caprichos. Más tarde, este mismo Rey, convertido, por San Gregorio el Iluminador, sería el primero en rendirles culto, erigiendo en su honor una suntuosa capilla en la catedral de Echmiadzin.
A partir de estos episodios, más o menos legendarios, la vida de Nina se esclarece un poco. Rufino —en el siglo IV—nos habla de ella prolijamente en su conocida Historia Eclesiástica. Según parece, la Santa, a quien Dios reservaba una excelsa misión apostólica, es conducida por la Providencia a través de parajes ignotos y de aventuras humanamente insuperables. Los caminos de Dios, aunque llenos de misterio, son siempre los más claros, los más seguros, los más hermosos. Cristina fija su residencia en Tiflis y trabaja como una mujer vulgar, pero de una manera nada vulgar. Su vida austera y humilde, su desprecio por los bienes terrenos, su bondad y pureza, sus milagros y la inagotable caridad que los inspira, suscitan la admiración y el pasmo de aquellas gentes bárbaras, que se le acercan con veneración. Comprende entonces su destino de apóstol, y de sus labios comienza a fluir, dulce y confortativa, la palabra evangélica, para caer sobre las almas como rocío celestial... Su fama llega a la Corte. La Reina, clavada en el lecho, víctima de cruel enfermedad, la manda llamar, y obtiene por sus oraciones la curación instantánea. «Ahí están mis joyas —dice la Reina agradecida— tuyas son». Y Nina responde: «Gran Señora, a Dios sólo debéis agradecimiento. Tocante a las joyas, sabéis que desprecio las riquezas. Si deseáis complacerme, renunciad al culto de los ídolos y adorad a Cristo, único y verdadero Dios». Los Reyes prometen estudiar la extraña propuesta, pero sólo un nuevo prodigio en favor del monarca Mireo los decide a abrazar la Fe. Con ellos se convierte toda la Corte. Poco después, el pueblo entero pide el Bautismo. Una magnífica iglesia levantada en Tiflis fue el símbolo de aquella maravillosa transformación y el sello de la alianza divina. Cuando Nina murió —330—, ya Constantino el Grande, instado por la Santa, había enviado multitud de misioneros a Georgia y Armenia. A ellos tocó recoger el fruto de aquella semilla que parecía tener un influjo irrefrenable…
Los que no creen en los milagros —comenta Calpena— que nos expliquen este suceso inexplicable: Una flébil doncella desamparada se presenta en un país desconocido, bárbaro, supersticioso; predica una religión opuesta a sus tradiciones, a los intereses de quienes especulan con la idolatría; combate el vicio en reyes y plebeyos; y, sin embargo, esta mujer triunfa, y los ídolos desaparecen, y la Cruz campea sobre aquel pueblo como signo de redención y progreso. ¿Quieren decirnos cómo pudo realizarse esta maravilla?...
Nosotros hemos hallado la respuesta en San Pablo: Infirma mundi elegit Deus, ut confundat fórtia. Dios eligió a la flaqueza para confundir a los fuertes.